Nadie duda de que estas elecciones son cruciales para el futuro de España y en cierto modo de la Unión Europea. Por primera vez desde la recuperación de la democracia, un partido que expresa lo peor de la dictadura franquista se instaló en el escenario electoral y obligó a movidas de último momento para adecuarse a esta nueva circunstancia.
No es que el sistema bipartidista surgido de los Pactos de La Moncloa de 1977 haya permanecido incólume desde la aprobación de la Constitución, un año después. La estocada inicial la dio Podemos en 2014, cuando parecía que su destino era desbancar al PP y el PSOE con un gobierno de izquierda popular alejado de los credos neoliberales que se fueron instalando en los partidos mayoritarios. Pero luego del avance del independentismo catalán, el nacionalismo español no encontró mejor respuesta que acudir a una variante local del neofascismo que crece en el resto de Europa en los últimos años.
Las últimas movidas antes del inicio de la veda electoral se vieron en los cierres de campaña. Y fueron una exposición final de fortalezas y debilidades sobre un escenario en el que nadie está seguro de nada. Las encuestas dan supremacía al oficialismo, encarnado por el presidente del gobierno, el socialista Pedro Sánchez, pero sin mayoría propia. También indican que el trípode de la derecha –Pablo Casado, del PP; Albert Rivera, de Ciudadanos; y Santiago Abascal, de Vox– sumaría más votos pero la misma dispersión, por los artilugios del sistema de cómputo, les daría menos bancas en la sumatoria final.
O sea, un acuerdo entre el PSOE y Unidas-Podemos, que lleva como cabeza de la lista a Pablo Iglesias, debería poder armar cómodamente un gobierno con una agenda de izquierda ya acordado entre ambos luego del sorpasso sobre Mariano Rajoy, hace casi un año.
Pero la experiencia de lo ocurrido en Andalucía, bastión tradicional del PSOE, donde a fines de año pasado se impuso el bloque conocido como «trifachito», hace temblar la pera a todos: los sondeos no previeron la derrota y menos que las derechas se unieran. El error fue dormirse sobre los laureles.
Por eso en la recta final, Sánchez invitó a la dirigencia de Unidas-Podemos (una coalición entre Izquierda Unida y el grupo ecologista Equo con el partido creado por Iglesias) a sumar voluntades desde la misma noche del 28 de abril. Cosa de desmentir la posibilidad de que el PSOE rehaga anteriores alianzas con Ciudadanos, el partido que sedujo a votantes del PP luego de los primeros escándalos de corrupción en el gobierno de Rajoy.
Cierres de campaña
El acto de Unidas-Podemos fue en el auditorio del Parque Lineal del Manzanares, un sitio que guarda su historia ya que fue durante la Guerra Civil española como un foso de contención contra las tropas franquistas. El lugar estaba repleto de entusiastas que bajo el frío de la noche repetían «Sí se puede», la consigna con que se hicieron conocer los fundadores del partido, nacido al calor de las protestas de los Indignados del 15 de mayo de 2011. Las únicas banderas que se podían ver eran precisamente las tricolores republicanas: roja, amarilla y morada.
Un par de conceptos que repitieron los oradores, de todos los partidos integrantes de la alianza, y que corroboró Iglesias al final: a pesar de las cloacas –fake news a partir de operaciones de espionaje ilegal por un excomisario hoy preso– el movimiento crece; que el PSOE se pone rojo para la campaña pero en el gobierno se vuelve naranja; que el voto útil es el de Unidas-Podemos, porque puede garantizar que el PSOE no se vuelva naranja. El final de acto fue con Mercedes Sosa cantando «Todo cambia», voceado a coro por la multitud.
Un rato antes Vox había cerrado en la Plaza de Colón, otro sitio emblemático si los hay. Porque el partido reivindica la nacionalidad española y celebra el 12 de Octubre como el día de la mayor gloria de España, con la llegada del almirante genovés a América. Allí confluyen las calles Génova y Goya y la plaza Margaret Thatcher y está el Monumento al Descubrimiento.
Allí sí había banderas españolas. Se las contaba por millares. Muchos de los asistentes se envolvían en la enseña roja y amarilla y algunos vecinos llevaron sus perros, prolijamente ataviados con un collar bicolor. Los gritos, ensordecedores, vivaban a España y pedían al unísono «Puigdemont a prisión» mientras Abascal insistía desde el escenario en que juntos iban a acabar con «la dictadura progre» y «la derecha cobarde». Vox creció a partir del proceso independentista de Carles Puigdemont, proclamado presidente de la efímera República de Cataluña en octubre de 2017 y hoy exiliado en Bruselas.
En Madrid, pero en el Palacio de los Deportes, ahora bautizado Wizink Center por el auspicio de un banco online, Pablo Casado protagonizó el cierre del Partido Popular. Golpeado por la caída en picada de ese sector de la derecha, este joven de 38 años aspira a ser la renovación del partido. Con un mensaje que ahora aparece como ambiguo, el PP aglutinó por décadas a los votantes conservadores y era el espacio de cita de los neofranquistas. Perdió en el centro con Ciudadanos, la formación de Rivera, y en el extremo derecho con Vox.
El viernes llamó a sumar los votos de Rivera para derrotar al gobierno pero lo más destacado es que también convocó al movimiento que lidera Abascal. «El votante de Vox pedía al PP lo que yo estoy ofreciendo, ¿para qué vamos a estar pisándonos la manguera?», propuso.
Por su lado, desde Valencia, Pablo Sánchez se animó a decir con todas las letras que quería a Unidas-Podemos adentro de la Moncloa. «No quiero que la estabilidad descanse en las fuerzas independentistas», aclaró. Para voltear a Rajoy, se unieron los diputados de Iglesias con los partidos nacionalistas vasco y catalán. El bloqueo al presupuesto, en febrero, determinó el llamado a elecciones anticipadas. Sánchez no quiere quedar atrapado nuevamente en la encrucijada, cuando la crisis con Cataluña dista de estar resuelta y culmina el juicio contra los líderes separatistas en tribunales de Madrid. «