El 28 de julio de 2021, por primera vez en la historia se calzaba la banda presidencial un emergente del Perú tierra adentro. Un desconocido maestro rural y dirigente sindical llegaba a la Casa de Pizarro desde un pequeño partido de izquierda, avivando una gran expectativa en toda la región. Incluso se lo llegó a comparar con Evo Morales. La foto, un año después, es la de un Pedro Castillo desorientado, débil, resistiendo casi en soledad la permanente ofensiva destituyente, atrapado en sus claudicaciones y errores no forzados, caminando en la cornisa de la incógnita que más resuena por estos días: si podrá terminar su mandato.
Su primer año de gobierno estuvo marcado por el frenético cambio de ministros y la disputa constante con un Congreso conservador que operó como principal brazo ejecutor de los poderes fácticos y le declaró la guerra desde el minuto uno.
Castillo rompió récords: va por su cuarto Gabinete en los que circularon nada menos que 59 ministros y ministras. La cartera de Interior tuvo siete titulares, le siguen las de Energía y Desarrollo Agrario con cinco; en promedio, hubo una baja ministerial cada seis días.
Parte de esta continua rotación se explica por la extraña facultad del Legislativo de aprobar o no los Gabinetes. Ese asedio se tradujo en 25 interpelaciones a ministros a lo largo del año. Pero también habla de un gobierno preso de la improvisación y el desbande; Castillo primero perdió el apoyo de la izquierda limeña (Nuevo Perú) y después de gran parte de su propio partido (Perú Libre), que lo “invitó” a desafiliarse y terminó fracturado en cuatro pedazos.
La ausencia de una estructura partidaria y sus convicciones oscilantes lo llevaron a un paulatino giro conservador en sus nombramientos y en funcionarios con casi nula capacidad para el cargo. Por ejemplo, el Ministerio de Economía pasó del reconocido economista de izquierda Pedro Francke, que impulsaba una audaz reforma tributaria para gravar a las grandes mineras y a los ricos, a un tecnócrata neoliberal, el actual ministro Oscar Graham, que archivó esa reforma.
Otra polémica potestad que tiene el Congreso peruano es la de destituir presidentes, en cualquier momento “por incapacidad moral”, una insólita herramienta con la cual se cargaron a un par de exmandatarios. La derecha ya intentó dos veces destituir a Castillo con esa “moción de vacancia”, pero no logró los dos tercios para consumarlo. Ahora buscan sacarlo mediante una acusación constitucional derivada de cinco investigaciones que le inició la Fiscalía General por supuestos hechos de corrupción. Para activar ese mecanismo requiere la mitad más uno de los 130 congresistas.
Un país ingobernable
Desde hace al menos dos décadas, Perú viene de crisis en crisis, de escándalo en escándalo, de presidente en presidente. Ninguno logra terminar su mandato: pasaron cinco en el último lustro, y los últimos seis electos terminaron destituidos y/o presos, a excepción de Alan García que se pegó un tiro antes de ser detenido.
Parecía que la historia cambiaría, que al fin llegaba la hora de la revancha plebeya. Pero Castillo no estuvo a la altura del desafío. Ahora luce desconcertado, sin capacidad para imponer agenda, y su segundo año de gobierno arranca con la marca de la desilusión por haber resignado las promesas de cambio. Mientras, la derecha se frota las manos para volver a aplicar la doctrina golpista y en las calles resuena otra vez el “que se vayan todos”. Lo que podría haber sido un parteaguas, una ruptura histórica, parece decantarse en un nuevo capítulo de la inestabilidad y putrefacción crónica del sistema político peruano. Y Castillo va derecho a convertirse en otro presidente descartable, fagocitado por esta débil democracia: que camina hacia un triste y solitario final.