El 9 de junio de 2021, se aprobó en El Salvador, el Bitcoin como moneda de curso legal. Fue una de las tantas medidas de alto impacto que su mediático presidente, Nayib Bukele, acostumbra lanzar sorprendiendo a propios y ajenos.
Bukele llegó a la presidencia en 2019, de la mano de un partido de tendencia conservadora, Gran Alianza por la Unidad Nacional (Gana) y luego de su paso por un partido tradicionalmente de izquierda, el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN). En charlas informales, investigadores locales y extranjeros sostienen que de ambos partidos tomó herramientas, a las que sumó un estilo carismático, “espontáneo”, con rasgos autoritarios y atento a las redes sociales, que utiliza tanto para compartir fotos familiares como para despedir funcionarios.
En las elecciones legislativas celebradas en febrero de este año, su partido, Nuevas Ideas, logró reducir a los partidos antes mayoritarios a su expresión mínima, consolidando una mayoría aplastante. Utilizó esta mayoría para reemplazar -mediante una muy polémica interpretación de la ley- a los cinco magistrados de la Sala Constitucional y al Fiscal General del país, quienes habían actuado en diversas causas por corrupción contra Bukele y por los abusos de poder de las fuerzas de seguridad en el marco de las medidas sanitarias tomadas por la pandemia. Entre otras cuestionadas medidas, durante su gobierno se profundizó la militarización de la policía, se otorgaron facultades mayores a las fuerzas de seguridad y se adoptaron medidas que amenazan seriamente la independencia judicial (como las leyes que permite remover discrecionalmente jueces y fiscales mayores de 60 años).
Los acuciantes problemas de este pequeño país centroamericano no comienzan sin embargo con su presidencia. Por el contrario, parte de la explicación del ascenso de Bukele -formado en el mundo empresarial- gira en torno a la incapacidad de las gestiones anteriores las cuales, desde muy disímiles perspectivas políticas, no lograron morigerar los principales problemas de El Salvador.
El Salvador exhibe uno de los índices de homicidio más altos del mundo. Entre las explicaciones de estos índices de violencia se encuentran la corrupción, la impunidad, la connivencia de las fuerzas de seguridad y el accionar de “maras” o pandillas que suman alrededor de 60.000 miembros y ejercen control territorial en algunas zonas del país. A estas causas debe sumarse la incidencia de una guerra civil que se extendió por 12 años en el país (entre 1980 y 1992) causando al menos 85.000 víctimas fatales y cuyas innumerables violaciones a los derechos humanos se encuentran hoy en la casi total impunidad.
La situación de las mujeres salvadoreñas también se cuenta entre los más acuciantes problemas, especialmente en lo relativo a sus derechos sexuales y reproductivos. El aborto es, en El Salvador, ilegal en todas las circunstancias. Así, sólo entre 2000 y 2011, más de 150 mujeres y niñas, mayormente de sectores de bajos recursos, fueron procesadas judicialmente por el hecho de experimentar abortos espontáneos y otras emergencias obstétricas.
La pobreza y la inequidad también golpean a la población salvadoreña. Profundizadas durante la pandemia del covid-19, se traducen en el incremento de la migración irregular y su criminalización por parte de los países receptores. Esto último es especialmente grave para un país cuyo PBI se constituye, en más de un 20%, por las remesas que millones de migrantes envían a sus familias en El Salvador.