El Premio Nobel de Economía no existe. No figura en el testamento de Alfred Nobel (1833-1896), cuya prosperidad residió en la industria bélica. En 1894 estableció una recompensa para las personalidades destacadas cada año en Medicina, Física, Química, Literatura y aquellos que hubiesen obrado en pos de la paz. La primera entrega fue en 1901. Desde entonces, no han faltado aciertos, errores y olvidos en la atribución de tales medallas.
Recién en 1968, el Banco Central de Suecia decidió establecer el Premio de Ciencias Económicas del Banco de Suecia en Memoria de Alfred Nobel. Administrado por la Fundación Nobel, es financiado por fondos del propio banco. Bien parece que existió la necesidad de otorgar a una ciencia social como la economía el rigor de los premios de las ciencias duras, la elegancia de la literatura, el desinterés de la paz.
Los ganadores de este año provienen de la opinión neoliberal, como en la mayoría de los casos. Son Ben Bernanke, Douglas Diamond y Philip Dybvig. En los considerandos de la decisión, leemos que han «mejorado de manera significativa nuestro entendimiento sobre el papel de los bancos en la economía, en particular durante las crisis financieras, así como la forma de regular los mercados financieros».
Diamond y Dybvig observaron que cuando el Estado garantiza al menos en parte los depósitos bancarios, los ahorristas no corren tanto riesgo al retirar su dinero. A Bernake le tocó la crisis del 2008 como presidente de la reserva federal de los Estados Unidos. Pareciera que el Banco Central de Suecia decidió premiar a los salvadores del sector financiero y al mecanismo de socializar las pérdidas de los grandes bancos. Cuando estalló la crisis de Lehman Brothers, Paul Krugman –uno de los pocos receptores menos ortodoxos del seudonobel- escribió que «esa noche, muchos estarían leyendo a Minsky».
En contra de las creencias del establishment financiero, Hyman Minsky (1919-1996) demostró que durante los períodos de prosperidad de una economía, la regulación financiera tiende a ser más laxa, lo que permite al sector financiero diseñar y comerciar productos «innovadores», cuya naturaleza especulativa pone en riesgo al conjunto de la economía. Eso resulta en una crisis.
Existen dos razones para que tal cosa suceda. La primera es que las instituciones políticas pueden pensar que la era de prosperidad permite ablandar la vigilancia sobre el sector financiero. La otra es que los banqueros, como empresarios que son, buscan maximizar ganancias mediante negocios innovadores, que la regulación no tiene previstos. Cuando estalla la burbuja especulativa, provocada tanto por el relajamiento de las normas como por la avidez de los banqueros, vuelve a existir una regulación más estricta. El control de los flujos especulativos habilita una renovada prosperidad… hasta la próxima crisis.
Sostiene Minsky que los bancos centrales no deben adoptar decisiones a priori, sino actuar según las circunstancias: cada crisis financiera tiene origen en la desregulación de los mercados financieros, pero requiere de diferentes políticas según los casos. También afirma que una firme regulación financiera es tan importante como contar con un Estado fuerte, buena seguridad social, sindicatos defensores de los derechos de los trabajadores, efectiva protección del salario, considerados como elementos estabilizadores de la economía. Una reflexión que bien podría inspirar la política económica por nuestras tierras. «