Durante el año 2003, Néstor Kirchner fue recibido por George Bush en la Casa Blanca. Según dicen, Néstor convino con el fotógrafo presidencial argentino que estuviese atento, para captar el momento en el que Kirchner apoyase su mano en la rodilla de Bush, que era un gesto habitual que el norteamericano infligía a sus visitantes.
Ese año, Estados Unidos invadió Irak, acusado de poseer armas de destrucción masiva, que no tenía. Ya desde los atentados del 2001 contra las torres gemelas, el establecimiento de un Ministerio de Seguridad Interior (Homeland Security) recortaba los derechos ciudadanos. Con más de 800 bases en todo el mundo, está claro quién representaba al poderoso y quién al débil. La Argentina estaba en default, con la mitad de la población en la pobreza y un presidente electo con menos votos que el porcentaje de desocupados.
Sin embargo, el ademán con la mano –un gesto simbólico– también quería decir otras cosas, que es lo que hacen los símbolos. No es sólo la palabra, considerada como un signo, sino que la práctica del símbolo abre –o cierra– otros horizontes. Esa simbología fue sustentada luego por el rechazo al ALCA, o el pago al FMI, de modo que la Secretaría del Tesoro norteamericana deje de manejar la economía argentina. El símbolo refiere a un campo conceptual donde asistimos a la escenificación del poder.
Por estos tiempos no faltan los ejemplos. Putin recibía a los mandatarios de Europa occidental en la cabecera de una larga mesa blanca, mientras que para otros referentes, en general del sur global, sólo hay una mesita de por medio, con las banderas atrás. China también entiende que la política requiere una determinada puesta en escena, demostrativa del poder real: de los plenarios políticos a los desfiles militares. De lo contrario un símbolo vacío queda como un significado sin significante, remite a una realidad que no existe.
De eso también hay mucho. Personas, clases o países proclaman valores simbólicos que carecen de realidad, incluso avanzan en una simbología contradictoria con la práctica. Lo vemos cuando, en nombre de la justicia, la causa de los males es que algunos ciudadanos en situación de marginalidad viven de subsidios públicos mientras el resto de la sociedad trabaja. Es al menos lo que dijo el presidente francés Emmanuel Macron, al señalarlos como culpables de los desordenes actuales. Desde el punto de vista simbólico, Macron tuvo la lucidez de sacarse de la muñeca, en plena entrevista, el reloj que ostentaba. Claro, no es bueno predicar austeridad y sacrificio blandiendo un reloj de varios miles de euros.
De hecho, podríamos pensar que no es tan grave pasar la edad jubilatoria de 62 a 64 años, si con ello hay un equilibrio en las cuentas de la seguridad social francesa. Es que no es un hecho puntual, que sin duda tiene defensores desde el punto de vista «técnico». Y ese es el problema: no hay una simbología positiva de la técnica, desde que el futuro ha dejado de ser una perspectiva alentadora.
Por eso la lectura de la sociedad –que también produce símbolos, a veces confusos– es parte del bagaje del hombre de Estado. De lo contrario, caemos en la creencia que desde el poder uno es infalible, inmortal y todopoderoso. Como Macron, que calificó su presidencia como «jupiteriana». No es corto para los símbolos. En cuanto a las realidades, la violencia policial no parece el método correcto para convencer a los millones de manifestantes que protestan desde principios de enero contra el aumento de la edad jubilatoria. Es preciso captar la dimensión simbólica de la Nación que uno pretende conducir.
En ese sentido, López Obrador ejerce en México una presidencia que resume los grandes momentos del país, las características propias de su pueblo, la comprensión del momento internacional, e instrumenta una política soberana. El litio es mexicano, por ejemplo, y AMLO rechaza todo injerencismo extranjero. Quizás la comprensión de la dimensión simbólica, sin la cual no hay política concreta posible, es interpretar el relato que precisan los pueblos en un momento dado, y ser el representante plausible de esa Historia. Así, con mayúscula: es que el poder de los símbolos son los símbolos del poder.