Hasta mediados de junio el territorio de Bélgica estaba plagado de bustos, retratos y estatuas en honor del rey Leopoldo II (1835-1909), el personaje más resistido de la historia del país, el único capaz de aunar el desprecio de flamencos y valones, las dos culturas irreconciliables del reino. Hoy, apenas sobrevive el imponente monumento ecuestre que preside la plaza de Trône, en Bruselas, enchastrado de arriba a abajo con pintura roja, leyendas de repudio y una exagerada custodia con la que se busca impedir que termine hundido en las aguas hediondas, biológicamente muertas del río Zenne.
El 30 de junio, cuando la antigua colonia del Congo festejaba los 60 años de su liberación del país europeo, el rey Felipe Leopoldo, bisnieto de aquel, dirigió una carta al presidente de la República Democrática del Congo (RDC), Félix Tshisekedi, pidiéndole disculpas, no perdón, por las atrocidades padecidas, sobre todo durante el período en el que ese territorio fue propiedad privada del bisabuelo (1885-1908). Entre 10 y 15 millones de congoleños asesinados y un plan sistemático de apropiación y cambio de identidad de 20.000 niños hacen sólo una parte del balance de esos 23 años de violación de todos los derechos.
Lo de Felipe Leopoldo no fue un gesto de homenaje a la antigua colonia en el aniversario de su liberación. Fue el temor ante la avasallante campaña de repudio mundial a todas las formas de racismo –desencadenada por la muerte del ciudadano negro George Floyd, asesinado por un policía blanco de la ciudad norteamericana de Mineápolis–, de las que Leopoldo II es un emblema global. “Me gustaría expresar mi más profundo pesar por estas heridas del pasado, cuyo dolor ahora revive con la discriminación que todavía está presente en nuestras sociedades”, escribió el monarca en lo que se parece más a una cláusula de compromiso que a un gesto de arrepentimiento de la corona,
Tshisekedi se limitó a acusar recibo. En abril del año pasado el entonces primer ministro, Charles Michel, se disculpó en el Parlamento federal por el secuestro de aquellos 20.000 niños hijos de belgas blancos con mujeres negras violadas del Congo, Burundi y Ruanda en los años 40 y 50 del siglo pasado, pero no se atrevió a hablar de los 10 o 15 millones de asesinados por Leopoldo II. Aun así, en ese momento el bisnieto del genocida expresó públicamente su malestar. Ahora reaccionó porque no tenía otra opción. Las acciones del Black Liver Matter (Las vidas negras importan) crecen día tras día y el Parlamento pidió al gobierno que establezca un grupo de trabajo “para descolonizar el espacio público”.
El historiador norteamericano Adam Hochschild definió a Leopoldo II como un megalómano que sostenía que su país era “demasiado chico” para él, y no se detuvo hasta conseguir que en los repartos coloniales del siglo XIX le tocara a él, a su persona, no a Bélgica, un inmenso territorio en África central. El comienzo de esta historia está en la adolescencia del genocida europeo, cuando comprendió que iba a heredar la corona y pensó: “Bélgica, que poca cosa para un chico como yo”, imagina el historiador belga Eric Toussaint que dijo el personaje.
A Leopoldo II le parecía poca cosa su trabajo de rey. Antes de obtener las tierras de lo que él llamaría el Estado Libre del Congo, pensó en establecer una colonia en la provincia argentina de Entre Ríos. No se sabe ni por qué esa idea ni por qué desistió, lo cierto es que intentó negociar la compra de las Filipinas a España, pero no dieron con el precio. Fue entonces que orientó su mirada hacia la cuenca del río Congo, donde ni franceses ni ingleses ni alemanes ni portugueses habían mostrado interés. No habían advertido que allí se ocultaba una formidable reserva de elefantes, de marfil, y que el producido de los bosques del árbol del caucho tendría un mercado asegurado con el auge de la Revolución Industrial.
La intervención belga en el Congo no cesó con la muerte de Leopoldo II. El Estado heredó la posesión africana de su monarca y explotó sus riquezas hasta el agotamiento. La Liga de las Naciones, precursora de las Naciones Unidas, y la ONU después, santificaron la expoliación del Congo. Nada dijeron, luego, cuando en enero de 1961 Patrice Lumumba –“líder y mártir de la lucha contra el colonialismo, el capitalismo y la codicia de Occidente”– fue secuestrado y asesinado en un operativo planificado y ejecutado por la inteligencia del reino. Su cuerpo, flagelado y trozado, fue disuelto en un barril de ácido.