Estamos en presencia de otra derrota política y militar de EE UU y la Otan en Afganistán, seguida de una bochornosa retirada. Último acto de una salvaje invasión que ha dejado como saldo cientos de miles de muertos y varios millones de desplazados.
Funcionarios de la embajada de EE UU en Kabul temen un final similar al de Saigón en 1975, cuando a las 3 de la madrugada del 30 de abril el embajador Graham Martin escapó en helicóptero para salvar su vida.
Pero más allá de la historia previa de Afganistán, nos interesa detenernos en los motivos de la llegada de EE UU y el saldo geopolítico después de 20 años de intervención unilateral.
Finalizada la guerra fría, EE UU quedó dueño del mundo. En sus planes estaba desembarcar en Asia central, por su importancia geopolítica, y encontró en el terrorismo la excusa perfecta. Terrorismo que EE UU siempre estimuló y asistió para recurrir a sus servicios en distintos países. Así, el supuesto combate lo autoriza a intervenir en cualquier territorio, como en Medio Oriente y norte de África con la colaboración del financiamiento de las monarquías petroleras.
¿Qué buscaba EE UU en la región?
1) Aplicar la teoría de la guerra sin fin o caos permanente de Donald Rumsfeld, exsecretario de Estado, y el almirante Arthur Cebrowski, que conllevaba la destrucción y atomización de los Estados nacionales. Lo consiguieron, sobre todo, en Afganistán, Irak y Libia.
2) Elevar la producción de opio y heroína; controlar su flujo a EE UU, Europa y Rusia; multiplicar la ganancia de los bancos lavadores de dinero del narcotráfico instalados en Wall Street y Londres; financiar movimientos terroristas como lo habían hecho con los contras nicaragüenses entre 1979/89. 3) Entre los ganadores no podían faltar las grandes empresas proveedoras de armas Lockheed Martin, Boeing y Raython, entre otras.
4) Beneficiar a las empresas estadounidenses vinculadas al gas y el petróleo que explotan esos combustibles del Mar Caspio y lo trasladan a Europa por el corredor afgano.
5) Amenazar a una Rusia poco confiable, que a partir del nuevo siglo se convirtió nuevamente en enemigo.
6) Desde esa posición, controlar a Irán, presionar a las exrepúblicas soviéticas y entrenar terroristas para introducirlos en la provincia China de Xinjiang, donde cuenta con población musulmana de la etnia uigur.
7) Dificultar todas las iniciativas de desarrollo e integración de China como la Nueva Ruta de la seda.
Esa conducta prepotente duró poco. En 2015 el pueblo sirio, su gobierno y la fuerza aérea rusa le pusieron una bisagra a la historia. Las fuerzas regulares y mercenarias de la Otan y EE UU se empantanaron en la región. Los talibanes, a los que nunca pudieron controlar del todo, comenzaron a cobrar más fuerza y a tomar el control de ciudades luego de que Biden anunciara la retirada en abril de este año.
En los últimos días y como fuerte síntoma del cambio de época, una delegación talibán fue recibida en China por el canciller Wang Yi. Trascendió cierto acuerdo en base al compromiso talibán de evitar provocaciones en la frontera con China y el gigante asiático a su vez participaría en los planes de reconstrucción y en el reemplazo de producción de opio por alimentos. La reunión se desarrolló en el mismo salón en el que dos días antes el canciller había recibido a la segunda del Departamento de Estado Wendy Sherman.
China se convierte en el mediador en la situación y es probable que le evite otro Saigón (actual Ho Chi Minh) a EE UU. Pero tendrá algún precio.
La realidad sugiere que las aventuras militares del “deep state” o Estado profundo van llegando a su fin y que casi sin darnos cuenta comenzamos a transitar una nueva era, la de un mundo multipolar y multilateral.