El giro que dio la política hondureña es, al menos, curioso. Juan Orlando Hernández dejó la presidencia hace menos de un mes, el 27 de enero, y ahora podría ser extraditado a EE UU. Mientras presumía de ser el aliado consentido de Washington en Centroamérica, el entonces presidente hacía negocios con su hermano, el exdiputado Tony Hernández, y Geovanny Fuentes Ramírez, condenados a perpetua por introducir cocaína en territorio estadounidense.
Después de que un tribunal de Nueva York condenara por tráfico de drogas a Fabio Lobo –hijo de Porfirio Lobo, exmandatario y dirigente del Partido Nacional (PN)– en 2017, el Departamento de Justicia norteamericano confirmó la sospecha: Honduras se estaba convirtiendo en una especie de Estado-cártel. Por eso para EE UU, que apenas cinco años atrás se apuró a reconocer la cuestionada reelección de Hernández, la llegada de Xiomara Castro a la presidencia representa un alivio.
El problema para la Casa Blanca es que los políticos a los que había confiado el destino de Honduras están hundidos en el narcotráfico. “Casi no hay juicio en Nueva York donde Hernández no haya sido mencionado. La élite política hondureña, sobre todo el PN, se metió en el crimen organizado”, asegura el sociólogo Eugenio Sosa, catedrático de la Universidad Autónoma de Honduras y designado director del Instituto Nacional de Estadística.
“Hablamos del hermano del expresidente, del hijo de Porfirio Lobo y del candidato del Partido Liberal”, en alusión a Yani Rosenthal, preso en EE UU por lavar dinero del cártel de Los Cachiros, también involucrado en negocios con Hernández. Cuando Rosenthal oficializó su candidatura en 2021, Castro ya corría con ventaja en las encuestas. Pero las alarmas se encendieron en Washington. “Pocas semanas antes de las elecciones, estuvo aquí Brian Nichols, subsecretario para Asuntos del Hemisferio Occidental, para garantizar que EE UU respetaría la elección”, afirma Sosa.
Ya en julio de 2021 el Departamento de Estado había incluido a Hernández en su Lista Engel, un registro de destacados funcionarios centroamericanos tachados de corruptos. Castro apareció en escena cuando la Casa Blanca se quedaba sin aliados en la región: desconfía del guatemalteco Alejandro Giammattei tanto como del salvadoreño Nayib Bukele, y tampoco cuenta con la Nicaragua de Daniel Ortega, quien validó el segundo mandato de Hernández avalado por la OEA y se entendió muy bien con él.
Eso explica la presencia de Kamala Harris en la asunción de Castro. Joe Biden le encomendó la misión de lidiar con el Triángulo Norte y sus problemas, desde el crimen organizado hasta las caravanas de migrantes. Ve en Castro la oportunidad para reforzar una influencia desdibujada en Centroamérica. Una paradoja: justamente fue otra administración demócrata, la de Obama, la que consintió el golpe contra Manuel Zelaya, el marido de la actual presidenta, en 2009.
Por su parte, Castro le está demostrando a EE UU que puede confiar en ella. En las pocas semanas que lleva en el cargo, moderó el tono y las expectativas, desplegó su agenda social –entre sus primeras medidas se destaca la rebaja de la tarifa eléctrica–, dejó en suspenso la promesa de desmantelar las Zonas de Empleo y Desarrollo Económico y abandonó la idea de establecer relaciones con China para seguir manteniendo el vínculo diplomático con Taiwán. En términos geopolíticos, es el gesto más importante del nuevo gobierno.
Castro también tranquilizó a los empresarios y nombró en Desarrollo Económico a Pedro Barquero, exgerente de Citibank Seguros y extitular de la Cámara de Comercio e Industrias de la región de Cortés, la más desarrollada. Este giro pragmático responde en parte a la realidad, sobre todo por la crisis que se desató en el Congreso días antes de su asunción entre dos facciones del oficialista Partido Refundación y Libertad (Libre).
“Lo del Congreso se resolvió políticamente. Xiomara se potenció porque la dirigencia que quedó es afín a su gobierno, le permite buscar las mayorías calificadas. Además, su agenda es muy aceptada por la sociedad”, señala Sosa.
Castro habló de refundación a lo largo de toda la campaña y ya avisó que pedirá asistencia a la ONU para establecer una comisión internacional contra la corrupción. Cuenta con apoyo popular y también con el de Harris. Con seguridad, la primera presidenta de Honduras deberá postergar los planes de una asamblea constituyente.
Por otra parte, “una Corte Suprema extremadamente afín a Hernández no se atrevería hoy a parar la extradición. Eso generaría indignación, una crisis política y un juicio a la Corte”, asegura el investigador: “Si lo protegen, sería una acción política, no jurídica”. Durante ocho años, Hernández controló sin obstáculos al Congreso, a la Corte y al fiscal general, Óscar Chinchilla. Además del dinero del narcotráfico, financiaba su carrera política con fondos públicos: pasaba inadvertido para el sistema judicial hondureño, como el asesinato de la líder ambientalista Berta Cáceres; para la sociedad, la corrupción y la impunidad de políticos, empresarios y militares era palpable y afectaba sus vidas. El hartazgo acorraló a los partidos tradicionales y a los jueces. Cuando en 1988 la DEA secuestró al capo Ramón Matta Ballesteros en su casa de Tegucigalpa para juzgarlo en EE UU, un grupo salió a las calles a protestar y quemó la embajada en la capital hondureña. Entonces no existía tratado de extradición. Esta semana, cuando la DEA secundó a la policía nacional en la detención de Hernández, la reacción fue muy diferente. Hubo festejos frente a la casa del expresidente y en todo el país.