Un día como hoy, hace 75 años, el emperador Hirohito ingresaba a la embajada de Estados Unidos en Tokio para entrevistarse con el general Douglas MacArthur. Vestía una vieja levita negra, pantalón a rayas y sombrero de copa, un rasgo de elegancia occidental quizás decadente. El comandante de las tropas aliadas, uniforme de fajina sin corbata, las manos en los bolsillos, demostraba una estudiada falta de respeto a los ritos de la monarquía. Hirohito era considerado descendiente de Amaterasu, la diosa del sol, y representaba un imperio de 2600 años. Pero el 15 de agosto de 1945, luego de las bombas atómicas en Nagasaki e Hiroshima, había anunciado por radio la rendición incondicional ante las tropas estadounidenses. En poco tiempo, renunciaría también a su origen divino para aceptar una constitución parlamentaria. A cambio, salvaría su vida y su prestigio, un privilegio del que no disfrutarían sus socios en la Segunda Guerra Mundial, Adolf Hitler y Benito Mussolini.
El milagro de esa supervivencia -Hirohito murió en 1989 y su hijo Akihito es el actual emperador japonés – sería construido en ese encuentro crucial con el general triunfador.
En el trono como regente desde 1921 por enfermedad de su padre, Taisho, fue coronado en 1926. Una de las diez economías más desarrolladas de la época, había en Japón un sector nacionalista que pugnaba por expandirse al resto de Asia. Entendían que había un destino manifiesto que los llevaba a plantear una Doctrina Monroe para el extremo oriente. A partir de la ocupación de Corea avanzaron hacia el control de Manchuria, colocando como fachada a Pu Yi, el último emperador chino que refleja Bernardo Bertolucci en su película de 1987.
Furiosos anticomunistas, los militares se lanzaron a la invasión del resto de China luego de que el mandatario chino Chiang Kai-shek se aliara con el partido de Mao Zedong. Si una habilidad se le reconoce a Hirohito es la de haber esquivado el traste a sus responsabilidades por la militarización del país.
Aparece más como víctima de las presiones de los sectores más radicalizados del nacionalismo que como impulsor de políticas expansionistas. Como monarca divino, era un desconocido para la población. Ese carácter le daba una infalibilidad que era aprovechada por los dirigentes políticos.
En ese Japón se movían a voluntad sociedades secretas como la del Dragón Negro, la del Cerezo en Flor o la Hermandad de la Sangre -a cada cual más fascista- y también tenían influencia partidos políticos financiados por los dos grandes grupos industriales, Mitsubishi y Mitsui.
Pero ese Japón que pretendía un mercado cautivo y colonias para su población excedente, protagoniza las mayores atrocidades que puedan imaginarse. Como la Masacre de Nankín, en diciembre de 1937, cuando tropas japonesas asesinan a unos 300 mil civiles. El episodio incluye violaciones masivas y todo tipo de vejámenes a niños.
La Unidad 731 fue un escuadrón del Ejército Imperial que desarrolló armas bacteriológicas. Se supone que más de 10 mil coreanos, mongoles, chinos, rusos y hasta europeos fueron conejillos de indias de experimentos biológicos.
MacArthur negoció salvarle el cuello a Hirohito como una forma de pacificar definitivamente a Japón. Las presiones desde Washington fueron tremendas para juzgarlo por crímenes de guerra. Pero el general más galardonado de Estados Unidos convenció a sus jefes de la necesidad de que el archipiélago fuera un freno para la amenaza de la Unión Soviética y la China de Mao. MacArthur comandaría las fuerzas que se desplegaron en Corea. Pero esa fue otra guerra.
Hirohito zafó de cualquier acusación y como un órgano más del Estado, estuvo al frente del renacimiento de Japón que se convertiría en la segunda economía del mundo durante el resto del siglo XX.