Hace ya poco más de veinte años fui invitado a la Universidad de Virginia, en Richmond, Estados Unidos. La UV es la universidad del principal estado de la Confederación y, como corresponde, está situada en lo que fue la capital de los estados esclavistas. Un colega me sacó a pasear por la ciudad y mientras avanzábamos por una avenida, preciosa y llena de monumentos, me explicó que eran “nuestros generales de la Guerra de Secesión; los que murieron miran todos para un lado, los que sobrevivieron para el otro”. Y me hizo pensar. No solo que hubiera semejantes estatuas, sino que los vencedores las hubieran permitido y que mi colega utilizara el término Secesión. Guerra Civil implica una división en un cuerpo político único, o sea la posición del Norte, mientras que Secesión alude al derecho de los estados de separarse con el mero voto de sus habitantes. En realidad, lo más notable era que casi 150 años más tarde la Guerra siguiera viva.
Sin lo anterior es imposible entender por qué movimientos como Black Lives Matter y los Antifa han estado destruyendo diversos monumentos a través de Estados Unidos. La campaña comenzó en Filadelfia donde los manifestantes lograron que la ciudad eliminara la estatua al ex intendente demócrata Frank Rizzo. El bueno de Frank, que había regido los destinos de esa ciudad en la década de 1970, era el responsable de muchas cosas non sanctas, entre ellas la primera militarización de una fuerza policial, su oposición a la desegregación de las escuelas en su distrito, y la violenta represión de los Panteras Negras y del movimiento negro de liberación MOVE.
A partir de Filadelfia el tema de las estatuas se convirtió en una epidemia. Manifestantes atacaron estatuas de los generales confederados en las ciudades del Sur, incluyendo las que yo había visto. Las de Robert E. Lee, Stonewall Jackson y muchas otras fueron derribadas, desfiguradas o pintadas con diversas consignas. En otros lugares tuvieron una fortuna similar las estatuas de los presidentes esclavistas Washington, Jefferson y Andrew Jackson, los mismo que el padre del expansionismo norteamericano Teodoro Roosevelt, y el “santo” Fray Junípero Serra, un fraile español ejemplo de la forzada catequización de los amerindios. Y no olvidemos los ataques a las estatuas de Colón, y la discusión de reemplazar los cuatro presidentes esculpidos en la ladera de Monte Rushmore, que es un monumento nacional, por cuatro individuos más “inclusivos”.
Como corresponde la derecha trumpista saltó en defensa de los “valores nacionales”, Trump condenó estos actos, los liberals demócratas se preocuparon por el surgimiento de “la violencia” (¿qué habrá sido lo que le hizo la policía a George Floyd?). Por otra parte, miles de personas se manifestaron de acuerdo con lo que se estaba haciendo. Ahora lo que nadie parece vislumbrar es que esta no es una mera disputa sobre estatuas, urbanización, o violencia. Tampoco lo es sobre la memoria histórica. Muy a pesar de Pierre Nora, las estatuas en las plazas no generan memoria. Lo que si generan es una historia oficial. No importa si la gente común (o sea la ciudadanía) sabe o no quién son los personajes que conmemoran las estatuas. De hecho, la mayoría de los porteños y bonarenses no tienen ni idea de quiénes son Mario Bravo, Coronel Díaz, o Maza… y todos son nombres de partes de la misma calle. El punto es que los nombres de las calles y las estatuas establecen los parámetros de una historia y definen quiénes son los próceres y personajes “aceptables” en nuestra historia. Pensemos por qué Buenos Aires no tiene una calle al justiciero anarquista Simón Radowitzky y si al coronel de policía Ramón Falcón.
No importa si la gente sabe o no quiénes son los personajes, lo que importa es delimitar la historia, ocultar ciertos personajes, resaltar otros. En cierta forma las estatuas son el complemento de los manuales de historia. Como dice uno de los manuales oficiales más difundidos: ‘Hacia 1815’, nos asegura The Challenge of Freedom (El Desafío de la Libertad), ‘dos clases habían desaparecido y Estados Unidos era una nación de clase media con objetivos de clase media’.” Sin desperdicio, sobre todo porque en 1815 había casi cuatro millones de esclavos que, indudablemente, no pertenecían a la “clase media”. los manuales de historia relatan que la sociedad colonial era relativamente sin clases y estaba marcada por una movilidad social ascendente. Las estatuas lo ratifican.
Destruir las estatuas es disputar la historia oficial y recuperar lo oculto en la sociedad norteamericana. Y como la historia oficial es el principal sustento de la legitimación de una clase dominante, tratar de modificarla es realmente un desafío de la libertad.