Estados Unidos planea llevar la rivalidad con China al ámbito deportivo después de anunciar un boicot diplomático a los Juegos Olímpicos de invierno de Beijing. La Casa Blanca aseguró a comienzos de esta semana que no habrá funcionarios estadounidenses el próximo 4 de febrero en la capital china para la ceremonia de inauguración junto al presidente Xi Jinping. Dos días más tarde, Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda y Canadá se sumaron al desplante de su aliado, aunque otros países como Argentina, y hasta el propio secretario general de la ONU, Antonio Guterres, respaldaron a China.
La vocera de la Casa Blanca, Jen Psaki, se escudó en las supuestas violaciones a los derechos humanos en China para justificar la decisión. Zhao Lijian, portavoz de la Cancillería china, le respondió que su país lamentaba que EE UU pasara por arriba de la neutralidad deportiva, pero sostuvo que la ausencia de delegados extranjeros no empañaría el evento. De hecho, los atletas estadounidenses sí participarán de la competencia.
En la década de los ’80 se suscitaron diversos boicots a JJ OO (ver recuadro). “La principal diferencia (con las decisiones tomadas en los Juegos) es que no son boicots deportivos, sino políticos. No van miembros de gobierno a las ceremonias de inauguración y clausura. Es una medida para la tribuna”, explica Ezequiel Fernández Moores, periodista y autor de los libros Díganme Ringo y Juego, luego existo, cuando en realidad el boicot deportivo se reduce actualmente a “una herramienta ruidosa y efectista que se utiliza para condenar a otro país”.
Los países, y en particular las potencias, aprovechan los grandes eventos deportivos para exhibirse ante el mundo, por lo que la politización de las competencias internacionales encontró en el boicot una estrategia para causas justas en la historia reciente como la caída del régimen de segregación sudafricano. Los Juegos Olímpicos “son una vidriera porque son más globales y tienen más universalidad”, aunque los “boicots duros perdieron efectividad” porque hoy “se pretende hacer moralina con el deporte”.
La medida de Biden en torno a los Juegos Olímpicos de invierno encuentra eco en otros pedidos similares respecto al Mundial de fútbol de Qatar de 2022. Igual que en Rusia 2018, la homofobia de Estado que despliega la monarquía del Golfo Pérsico reflotó la idea de un boicot por parte de las organizaciones LGBTIQ. Los trabajadores que murieron en la construcción de los estadios también empujó a los organismos de derechos humanos a condenar el evento. Pero solo el apoyo de un Estado, o de varios, puede tornar viable una acción con suficiente impacto. El Reino Unido denunció en 2018 la elección de las sedes de Rusia y Qatar para el Mundial, alegando un proceso poco transparente. Sin embargo, ni los hinchas ni la selección inglesa respaldaron la iniciativa. En marzo pasado, los jugadores del equipo alemán salieron a la cancha con camisetas que formaban las palabras “derechos humanos” en el partido contra Islandia para la clasificación. Es toda la protesta que se puede esperar. El gobierno qatarí no encontrará mayores impedimentos para su proyecto mundialista, algo que puede agradecer a sus alianzas internacionales y a los fondos que invierte en sostener su soft power.
“Muchos de los jugadores europeos que llevan carteles con sus selecciones juegan en equipos patrocinados por Qatar. ¿Entonces por qué no boicotean la Champions League? El Mundial parece más fácil para apuntar”, resalta Fernández Moores. Qatar, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin compraron clubes como el Manchester City y el PSG, un negocio y a la vez una oportunidad para influir en el deporte más popular del mundo, que ayuda a este grupo de países a mitigar las críticas por su situación interna.
El periodista asegura que “se debatió el tema del boicot cuando le dieron a Beijing los juegos de 2008”. “Pero ¿cuál es la vara para decidir si un país viola derechos y otros no? El deporte debatió esto en su momento y lo hizo con mucha más libertad que otros foros. De hecho, mantuvo a Beijing como sede pese a las presiones, lo mismo con los mundiales de Rusia y a Qatar”, dice.
El gobierno qatarí tampoco tuvo problemas con los patrocinadores, como sucede con los Juegos Olímpicos de Beijing. “La FIFA mantuvo a Qatar porque pagó mucha plata, pero lo mantuvo. En su momento alentó a que se ampliara el Mundial de 32 a 48 selecciones y que se expandiera a los vecinos con los cuales Qatar estaban enfrentado. Pero Qatar se plantó y lo logró”, explica Fernández Moores. Un boicot a medias y sin el apoyo de superpotencias y corporaciones, pese a las buenas intenciones, es incapaz de propiciar las transformaciones que se propone. «
De antecedentes y otras amenazas
El detalle de que los atletas estadounidenses advirtieron que sí van a participar de los Juegos diferencia el tipo de presión que proyecta el presidente Joe Biden hacia Beijing, más sutil que aquella ejercida por otro líder demócrata contra la Unión Soviética. En 1980, Jimmy Carter retiró a sus atletas de los Juegos Olímpicos de Moscú tras la invasión de los soviéticos a Afganistán. El Kremlin le devolvería el gesto cuatro años después en Los Ángeles, en los tramos finales de la guerra fría. La decisión de Biden tampoco se acerca a un boicot completo a todos los eventos deportivos de un país, como fue el caso de Sudáfrica cuatro décadas atrás, en un esfuerzo internacional coordinado –y auspiciado por la ONU- para erosionar el apartheid.
En el caso de China, la Federación Internacional de Tenis confirmó que seguirá adelante con los torneos en ese país pese a la situación de la tenista Peng Shuai, quien desapareció de la escena pública por unos días después de denunciar a Zhang Gaoli, un exalto funcionario del gobierno, por abuso sexual. El intento diplomático por frustrar los próximos juegos de invierno se asemeja a la actitud de la entonces comisaria de Justicia de la Unión Europea, Viviane Reding, que declinó su participación en la apertura de los Juegos Olímpicos de Sochi por la persecución a la diversidad sexual en Rusia.