Quien emprenda la lectura de Alamut, un libro escrito en 1938 por el esloveno Vladimir Bartol, conocerá la historia de Hassan, un líder religioso ismaelita del siglo XI. La originalidad de la conducción de Hassan es que basa la construcción de poder sobre las acciones de los Hashashiyin, una secta de guerreros a toda prueba, envalentonados por el consumo de hashish. De allí derivaría la palabra “asesino”.
Gracias a ellos, Hassan pudo deshacer y hacer dinastías, gobiernos y políticas, siempre con un asesinato cometido a tiempo sobre la persona designada. También es posible practicar el envenenamiento, para tomar el poder del imperio como en la antigua Roma, o deshacerse de personas indeseables, como en el Renacimiento.
Por esos tiempos los jesuitas Suárez y Bellarmino teorizaron acerca del magnicidio lícito, lo que fue practicado con los reyes Enrique III y Enrique IV de Francia, sospechados de favorecer al protestantismo. La lista de asesinados prominentes, lo que los italianos llaman hoy “cadáver exquisito”, es demasiada larga para ser escrita. Con los avances de la tecnología, también existen los asesinatos por drones.
Más cerca nuestro en tiempo y espacio, estalla en la memoria el asesinato de Eliezer Gaitán el 9 de abril de 1948, cuyas motivaciones políticas abrieron los decenios de violencia en Colombia. Pareciera que el destino estableció en ese país todos los arquetipos de asesinatos: los de motivación política, como el de Gaitán; los de motivación un poco política y un poco narco, como el de Galán; la eliminación física de líderes comunitarios o guerrilleros redimidos a la democracia, como en tantos “procesos de paz”; los asesinatos producto de la guerra entre diferentes organizaciones de narcos; las exacciones de los autodefensa; la guerrilla.
Por cierto, México no va a la zaga, y el atentado contra Marielle Franco en Brasil, un país que desde antes de Chico Mendez los militantes pagan con la vida el precio del compromiso político, social y ecológico. Siempre reformista, a veces revolucionario.
El asesinato aparece así como un modo de regulación social del poder por las clases dominantes. Habida cuenta del retorno político sobre inversión económica, el sicariato es un medio económico, muy costo/efectivo, para la eliminación de líderes populares, de referentes políticos, de personas molestas o con el sólo fin de crear el caos.
Otro aditamento propio de la posmodernidad es la construcción post mortem de la personalidad asesinada. Queda abierto el capítulo del carancheo, que significa endilgar el crimen a los adversarios políticos del muerto, de manera inmediata y con total carencia de pruebas. La truculencia de los detalles invocados hace a la credibilidad de la versión.
En esa perspectiva reflexionamos sobre el asesinato de Fernando Villavicencio, candidato a la presidencia de Ecuador por el Movimiento Construye, acaecido este 9 de agosto. Los hechos son conocidos, no sirve repetir lo visto hasta la saciedad. De sindicalista petrolero a los movimientos indígenas, de periodista a diputado, el candidato asesinado hizo de las denuncias seriales una marca personal: contra Correa, contra Moreno, contra los narcos. Quizás buscaba así canalizar la frustración que provocan las democracias fallidas. Nada faltó: Odebrecht, Petroperú, contratos del Estado. Alguna vez ganó juicios, otras los perdió, y hace un tiempo estuvo prófugo 18 meses, por afirmar que el intento de golpe contra Correa en 2010 era una simulación oficialista.
A pocos días de las elecciones ecuatorianas, en las que el correísmo parece picar en punta, el asesinato de un candidato mediático con pocas chances de triunfo parece más destinado a sembrar el caos que el cobro de alguna deuda narco impaga. El carancheo no se hizo esperar, ya que para la familia de Villavicencio el culpable es Correa.
La veracidad de las denuncias queda avalada por la propia muerte: es otro ejercicio de aprovechamiento político, como el caso Nisman en Argentina. Votar en estado de emoción violenta, justo lo que precisan las derechas insurreccionales en Ecuador y en el continente.