Con la timidez propia de una burocracia internacional que cuida tanto su privilegiado puesto de trabajo como su vida, los expertos de las Naciones Unidas que organizaban el encuentro preparatorio del Decenio Internacional del Agua Potable (1980) se animaron a señalar que “el agua es un recurso político, económico y estratégico tanto o más valioso que el petróleo”. No se atrevieron a más, a decir, por ejemplo, que si el petróleo ha estado en el ojo de todas las guerras modernas, el agua debería estarlo en todas las crisis bélicas del futuro. A esa altura ya se sabía que en las primeras ocho décadas del siglo pasado se habían producido, por el agua, 1.831 enfrentamientos entre países.
Para ayer, entonces como hoy, los autodefinidos hidrodiplomáticos –una nueva categoría de la especie– seguían aferrados a la idea de que la totalidad de los conflictos hídricos se resolvió por vía de la cooperación y que, de hecho, la única guerra por el agua registrada en la historia es cosa de otra era. Ocurrió, dicen y sería cierto, entre los años 2450 y 2400 a.C entre las ciudades sumerias de Lagash y Umma (hoy sur de Irak), cuando el rey Urlama desvió las aguas del Tigris para desabastecer a la vecina Umma. Saltando los milenios, como en la rayuela, llegan hasta estos días y señalan que el 67% de las crisis del siglo XX se resolvieron por el diálogo. La situación les permite separar la noción de “conflicto por el agua” del término de “guerra por el agua”.
Pese al bagaje académico que permitiría soñar con la ausencia de guerras, al menos por el factor agua, la OTAN, el organismo guerrero de Occidente, optó por imaginarse el peor de los escenarios y ya en los ejercicios de combate de 2015 trabajó, y accionó, sobre la hipótesis de un conflicto imaginario en una región supuestamente imaginaria del planeta. Fue en un territorio que se parece demasiado al Cuerno de África, la estratégica región del nororiente del continente, conformada por Somalia, Yibuti, Eritrea y Etiopía. Allí donde el drama del agua es una real certeza de cada día. Los países enfrentados tomaron el nombre, imaginario también, de Kamon, Lakuta y Tytan.
Durante dos semanas de octubre y noviembre de ese 2015, Italia, España y Portugal fueron el escenario de esa guerra que puso en acción a 36.000 efectivos de 33 países miembros y amigos de la alianza atlántica (28 de la OTAN y cinco asociados), 230 unidades militares, 140 aviones y 60 barcos de guerra. Las maniobras Trident Juncture no fueron una burla a la academia. Durante ese ejercicio de simulación bélica que representó uno de los más grandes jamás conducido desde la II Guerra Mundial, se tuvo como punto de partida una ficción del almirante Tristan Lovering, un cuadro de primera línea de la armada británica.
Un informe del Instituto Mexicano de Tecnología del Agua recordó que, según el jefe de la Royal Navy, con la desertificación, los acuíferos secos, las disputas ribereñas y la reducción de la disponibilidad de agua, Kamon, el país agresor, se niega a abordar una instancia de diálogo e invade el sur con el objetivo de apoderarse de una represa en Lakuta, país que no estaba preparado para contrarrestar la invasión. Cuando ninguno de los aliados europeos ni la Casa Blanca, todos bajo la batuta del Pentágono, había admitido oficialmente que imaginaba o consideraba ese posible escenario bélico en alguna parte del mundo, la OTAN puso sobre la mesa la posibilidad concreta de una guerra por el agua.
Graves daños colaterales
Mientras las evidencias caen como bombas, y de las escaramuzas se pasó a las frecuentes crisis transfronterizas y regionales, los dueños de la paz y de la guerra ordenan sus papeles y diseñan los futuros negocios. El agua está en el eje de sus desvelos. El tema no es la razón central de sus estudios, pero el Instituto Mexicano de Tecnología del Agua señala el “daño colateral”, que conlleva la compra de grandes extensiones de tierra en países subdesarrollados por parte de transnacionales agrícolas, una operación que generalmente comporta la apropiación de derechos de agua. De tal modo, la adquisición de los campos conduce a la concentración en regiones castigadas por la crisis hídrica. El 28% de esas grandes superficies corresponde a países afectados, además, por la inseguridad alimentaria.
La codicia exterminadora tiene nombre y razón social en cada una de las historias que se desarrollan en esos países, donde la troica conformada por las multinacionales agrícolas, el sector financiero y la industria transnacional es devastadora. En México, por ejemplo, decir Danone, Coca Cola o Brands es decir Ambev, Nestlé, Heineken o Bechtel, y nombrar, también, a los bancos asociados –BBVA, Santander, Citibanamex, Invex, Scotiabank, HSBC, Monex, Deutsche Bank–, beneficiarios de concesiones que les permiten disponer sobre el uso de millones de metros cúbicos de agua al año. La creciente participación de las financieras se relaciona con la creación de un mercado internacional del agua y a su control como un bien de centralidad creciente ante la inminencia de la degradación del recurso.