La política estadounidense encontró en el conflicto entre Israel y Palestina un motivo de unión que ya ni siquiera le daba Ucrania.
El recién elegido presidente de la Cámara de Representantes, Mike Johnson, asumió con un discurso en el que manifestaba su apoyo incondicional a Israel, en un momento en el que la Casa Blanca destacaba la necesidad de socorrer a su aliado en la guerra contra el terrorismo, aprobando paquetes militares. Washington vive la guerra como si Israel fuera un estado más de la Unión, y los únicos desencuentros pasan por la intención de demostrar un apoyo más decidido: Donald Trump acusó al presidente, Joe Biden, de no ser lo suficientemente duro con los enemigos de Israel, e incluso dijo que el gobierno había financiado el ataque de Hamás, al liberar fondos de Irán.
Por su parte, el mandatario demócrata respalda cada afirmación de Israel, como que el ataque al hospital de la Franja de Gaza, que dejó cientos de muertos, fue un cohete fallido de la Yihad Islámica; o que la cantidad de víctimas del conflicto podría estar siendo exagerada por las autoridades palestinas. Incluso pasó de considerar a las víctimas inocentes en Ucrania como crímenes de guerra, a encogerse de hombros con los muertos palestinos, y afirmar que ese es el precio de la guerra.
Pero la postura de Washington no siempre coincide con la opinión pública, y las calles del país están movilizadas por uno u otro lado. La fuerte polarización se siente sobre todo en las ciudades más cosmopolitas, donde conviven una gran cantidad de judíos y musulmanes.
En Nueva York, Washington, o Los Ángeles, hay un fuerte despliegue policial para evitar que se crucen las manifestaciones contrarias; lo que, sumado al aumento de la seguridad por el llamado a una guerra santa mundial, da la sensación de que el conflicto no está tan lejos. Se pueden ver en las esquinas las fotos de los rehenes en poder de Hamás, y no son pocos los edificios iluminados con los colores de la bandera de Israel. Los medios de comunicación, a su vez, analizan la cuestión de forma continua, con un discurso similar al que se escucha en los pasillos del Capitolio y la Casa Blanca, alimentando la indignación por el ataque del 7 de Octubre.
No obstante, la respuesta de Israel es percibida cada vez más como desmedida, y las cifras de mujeres y niños muertos todos los días estremecen por igual. La comunidad islámica escucha a los líderes de Turquía, Omán, o Jordania, y se convence de que, más que una guerra, tiene lugar un genocidio.
Incluso el secretario general de Naciones Unidas, Antonio Guterres, pidió poner un poco de contexto, sosteniendo que, si se pretendía solucionar la cuestión a largo plazo, debían escuchar los reclamos palestinos, y entender el dolor por la ocupación asfixiante, el ahogo económico, la demolición de sus hogares y el desplazamiento forzado.
La intensidad con la que se vive el conflicto en Estados Unidos llevó a los colegios a ofrecer ayuda psicológica a los niños, al tiempo que advirtieron que habría tolerancia cero para cualquier comentario considerado antisemita o provocador en algún sentido. Sin embargo, el intento de contener la discriminación es una batalla perdida en Estados Unidos, que ve cómo las noticias falsas derivan en discursos de odio y crímenes con la misma motivación, que se dispararon desde el comienzo del conflicto contra judíos y musulmanes.
El caso más impactante de islamofobia tuvo lugar en Chicago, donde el propietario de un edificio intentó desalojar a una familia porque no quería inquilinos terroristas, y terminó apuñalando 26 veces a un niño de 6 años y 12 veces a su madre.
Pero la discriminación que se percibe en los detalles, se vive todos los días. La sociedad norteamericana está profundamente dividida entre demócratas y republicanos, blancos y minorías, ciudadanos e inmigrantes. Todos tienen identificado a un enemigo, la causa de su miseria, el culpable de todos los males.
No necesitaba otro motivo para odiarse, pero lo consiguió.