Al informar acerca del fallecimiento del duque de Edimburgo, esposo de la reina Isabel II de la Gran Bretaña, la crónica periodística da cuenta de sus varias visitas a nuestro país.
Una de ellas sucedió en 1962, durante la presidencia constitucional de Arturo Frondizi, especulando, algún articulista sostuvo que la misma llevaba por motivo darle una suerte de apoyo al primer mandatario ante lo débil de su situación institucional, amenazada por sectores siempre proclives al golpe de estado, como efectivamente ocurrió a los pocos días de esa presencia.
Es cierto, la visita se dio en pleno proceso electoral pues se renovaba parte de la Cámara de Diputados de la Nación y algunas gobernaciones. Justamente, el triunfo de la fórmula peronista en Buenos Aires (Framini-Anglada), entre otras provincias, unido a la entrevista de Frondizi con Fidel Castro y el Che Guevara, precipitó la caída del presidente reemplazado por su vice José María Guido.
Hasta ahí la crónica generalizada. Sin embargo, a esa información cabe agregarle un hecho anecdótico sumamente interesante. Como se dijo, la visita coincidía con un proceso electoral en curso, cuyo escrutinio definitivo de los candidatos a diputados nacionales se llevaba a cabo en dependencias del Congreso de la Nación, hecho que no pasó inadvertido para los funcionarios que hacían de anfitriones del príncipe consorte y su séquito. A tal punto fue así que adoptaron la decisión de invitarlos a conocer nuestro palacio legislativo y, con ese argumento, presenciar el recuento de votos como pretendiendo demostrar que la vida democrática no nos era ajena.
Fue así que, al ingresar en el recinto, poblado de presidentes de mesa, fiscales partidarios y sus colaboradores, una multitud, un agente de cancillería pidió su atención y anunció “con pompa y ostentación” la presencia de Su Majestad, aguardando en su intimidad una respuesta acorde con la calidad y nobleza del visitante.
Sin embargo, la respuesta no fue la abrigada por los burócratas porque al grito de “¡DEVOLVENOS LAS MALVINAS, LA…”!, los requeridos le arrojaron las urnas, que por aquél entonces eran de madera maciza, y por ende sumamente contundentes dado su peso, generando un aquelarre de proporciones, que causó la interrupción del recuento pasado para otro día.
Como pudo, la policía del Congreso trató restablecer el orden deteniendo a alguno de los descontentos por esa presencia y alojándolos en una comisaría cercana, dando intervención al juez federal de la Capital.
Presente en el lugar del hecho, asumí la defensa de los aprehendidos. Y aquí aparece la batallada segunda parte de la historia. El comisario no quería saber nada de tener en cana a quienes estaban dispuestos a perder su libertad por defender nuestros derechos sobre las islas y su señoría no estaba inclinado a cargar en su conciencia y currículo profesional el hecho de procesarlos. Yo recordé a Sartre y me limité a mirarlos fijamente. La sola mirada que dice más que cualquier palabra pues penetra hondamente en los requeridos, preguntándole a sus espíritus qué harán ante semejante trance, “ésa es la cuestión”.
Caía la tarde del viernes cuando dejé la comisaría. El sábado siguiente regresé a la seccional a encontrarme con mis defendidos y conocer la decisión adoptada por la autoridad. Los muchachos fueron liberados sin proceso. Triunfó el corazón, entonces. El trolebús los llevó de vuelta al barrio que los vio nacer. Julián Alvarez y avenida Córdoba era una fiesta.