Las recientes elecciones en Estados Unidos y los eventos comiciales en varios países latinoamericanos ponen en primera línea la reflexión sobre los derechos políticos y la credibilidad de los actos electorales. La democracia sin credibilidad y confianza ciudadana se deteriora peligrosamente como sistema político. Y eso se puede evitar con reformas a prácticas por antiguas y consagradas por la costumbre que parezcan.
Ya no es aceptable en un mundo donde predomina la comunicación electrónica instantánea que un estado miembro del Consejo de Seguridad de la ONU y líder de occidente tenga tantas singularidades en las formas de elegir y escrutar los votos en sus más de 50 estados. Un proceso realizado el 3 de Noviembre aún no tiene un presidente y vicepresidente electos, proclamados por el órgano establecido en la Constitución. Ya ha pasado más de un mes de los comicios. Todo el mundo sabe que hay una fórmula ganadora proyectada por los medios de comunicación de Estados Unidos, pero la ausencia de una proclamación plenamente legal permite que un contendiente, el presidente en ejercicio, siga agitando el fantasma del fraude y presentando quejas sin fundamento en instancias judiciales.
Ya hay voces, aún no abundantes en EE:UU que están pidiendo reformas a normas y prácticas que permiten semejante situación.
Igual ocurre con el carácter indirecto de las elecciones, con la existencia de un Consejo de electores que son quienes, en última instancia, determinan quien es el presidente que deberá asumir el 20 de enero. Eso se entiende como previsión de los fundadores para una democracia naciente en una nación poco educada e informada y en un mundo sin las conexiones comunicacionales que prevalecen en el siglo 21.
El 6 de diciembre tuvieron lugar elecciones parlamentarias en Venezuela. Se celebraron en paz y con la veeduría de algunos expresidentes, entre los cuales destaca el español Rodríguez Zapatero. Sin embargo, solo participó el 31 % del electorado. Eso, en una crisis tan dramática como la venezolana, país latinoamericano transformado en parte de la lucha geopolítica mundial, no es una noticia para celebrar por parte del presidente Nicolás Maduro. El sector extremista de la oposición y sus mentores internacionales apostaron a la más baja participación posible. Ahora proclaman en los medios que los auspician en el mundo que eso ocurrió. Y que es una prueba del rechazo popular al gobierno que desconocen como ilegítimo. No importa que hayan sido elecciones en medio de la pandemia, donde quedarse en casa es consigna de todos los estados.
Tampoco hay triunfo alguno de Juan Guaidó, cuestionado en una oposición fragmentada y que carga con la mochila de sanciones económicas que afectan al pueblo empobrecido. Esto más sus intentos de golpe de Estado, maginicidios, incursiones terroristas y pedido de intervenciones militar de Estados Unidos.
Solo la negociación política pacífica de actores reales y con el apoyo internacional adecuado puede abrir la puerta a un acuerdo nacional venezolano, que permita a un pueblo hermano acceder al poco bienestar que la pandemia presagia para Latinoamerica en los próximos años.
En Chile la lucha social de millones en la calle permitió que un gobierno de derecha y una clase política anquilosada abrieran el camino para la sustitución democrática de la Constitución que Pinochet dejó. Fue su más funesta herencia, encorsetando a una sociedad que con Salvador Allende intentó construir un socialismo democrático. La carta magna de Pinochet consagró las peores prácticas neoliberales. Santificó las mayores desigualdades en todos los ámbitos mientras la economía crecía. Esa es la esencia del llamado “modelo chileno” de capitalismo que las corporaciones de la comunicación no paraban de alabar. La dirigencia política chilena olvidó, anestesiada por el ruido comunicacional, que la desigualdad de oportunidades es más explosiva que la extrema pobreza.
Perú vive una crisis política e institucional cuyo fundamento estructural es también el neoliberalismo consagrado jurídicamente por Fujimori. Por ello los más combativos jóvenes del bicentenario exigen que las instancias constitucionales clarifiquen la figura de la vacancia moral indefinida, que ha convertido al poder ejecutivo en rehén de un parlamento poblado de diputados de dudosa reputación. Esos jóvenes manifestantes que hicieron posible que el prlamento eligiera al Zagasti como presidente Interino, quien se había opuesto a la vacancia moral de Vizcarra, reclaman también una nueva Constitución como parte del proceso político peruano que tiene elecciones generales en abril del 2021.
En Colombia ha seguido funcionando el asesinato de líderes sociales por el estado, práctica que tiene ya varias décadas de vigencia.
En Ecuador se vive el fin de una era iniciada hace 15 años por Alianza País. Ya son varias las voces mediáticas, intelectuales y políticas, que plantean la sustitución de la Constitución de Montecristi. A ellas suele plegarse Arauz, candidato apoyado por el expresidente Rafael Correa. Esto ocurre en medio de una somnolienta campaña electoral que a solo dos meses de las elecciones tiene como principal actor la apatía de la sociedad. Hay encuestas que señalan que solo un tercio de los electores barrunta alguna preferencia, entre los 17 candidatos posibles.
Un empresario guayaquileño, Noboa, y Arauz, candidato del correismo, no son aún confirmados legalmente. Es un desconocimiento de la letra y el espíritu del Pacto de los Derechos Políticos consagrado en la ONU y firmado por el Ecuador hace más de medio siglo.
En Centroamérica hay elecciones próximamente en Honduras. Centros de análisis respetables como el CEDOH piden modificaciones a las normas electorales como condición básica para aspirar a la salida pacífica del gobierno autoritario impuesto después del derrocamiento cívico-militar del gobierno que presidió Mel Zelaya.
En Guatemala es creciente el descontento popular con el gobierno del Gianmatei, expresado en la Plaza Central, quien ha recurrido a la OEA para mediar y apaciguar los ánimos de una masiva protesta social. Carente de apoyos internacionales importantes, el gobierno solo ha encontrado el apoyo público del disminuido Guaidó desde Venezuela y del desprestigiado Luis Almagro desde la OEA. Con la imagen de Donald Trump en la mente, se puede citar el viejo refrán: “Dios los cría y el diablo los junta”.