La revuelta chilena cumplió una semana. Todo sucede a gran velocidad. Para el presidente, pasamos de ser un “verdadero oasis en Latinoamérica” a “estar en guerra” y posteriormente, a pedir perdón y ofrecer un paquete de medidas reformistas.
Masivas marchas, junto a cánticos, músicas y cacerolazos son contrapuestos a golpizas, asesinatos, violaciones, torturas y toque de queda. Hay enormes manifestaciones frente a embajadas y consulados chilenos en Buenos Aires, Barcelona y Nueva York, debates en el parlamento francés y columnas periodísticas que citan a Chile en todo el orbe.
Mi ánimo, como el de la mayoría, cambia a ritmo vertiginoso. Despierto angustiado escuchando noticias (ya no se sabe a quién creerle), intento contener como puedo a personas que no duermen, escuchan helicópteros y tienen dictatoriales pesadillas, para por las tardes salir a marchar, hacer música y abrazarme con desconocidos. No hay psiquis que aguante.
Luego de vivir el comienzo de la revuelta en la capital, me trasladé al norte del país, a Iquique, región fronteriza con las convulsionadas Bolivia y Perú. Escenario de grandes contradicciones, en esta ciudad coexiste una fuerte militarización producto del proceso de chilenización posterior a la Guerra del Pacífico (1879-1883), con una histórica resistencia popular, como aquella que finalizó con la triste y reconocida internacionalmente matanza obrera de 1907 que inmortalizara Quilapayún en la “Cantata de Santa María de Iquique”.
Lo que me encontré en Iquique estos días fue una concentración inmensa, y bien al estilo nortino chileno: expresada de forma festiva, apoyada en su acervo cultural aymara. Martes, miércoles y jueves dejé las piernas en el suelo y el pulmón en la mano de tanto soplar zampoña (instrumento de aire propio de los Andes centrales). Las manifestaciones, sus motivos y circunstancias se sumaban a la gran revuelta. Estuve en la Marcha de los Pueblos Originarios, cuya consigna era por “La defensa de nuestro pueblos, el agua y la dignidad. Basta de despojos y terrorismo de estado neoliberal”. Se trató de un acto absolutamente masivo, condición que sin el contexto de La revuelta no se habría logrado.
El desafío ahora es avanzar con la lucha y darle forma. Por experiencia propia, sé que las insurrecciones populares que no logran constituir una agenda concretas de demandas, propuestas y proyecciones no siempre terminan bien. Estuve en enero del 2000 en Ecuador cuando, como fruto de una profunda crisis económica, el pueblo –con la activa presencia de la impresionante CONADIE (Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador)– logró expulsar al entonces presidente. El movimiento fue posteriormente instrumentalizado y retornaron, con más fuerza aún, las políticas neoliberales. El 2013 me recibió viviendo en Sao Paulo. En aquella megalópolis fui testigo de una gran revuelta producto, justamente, de la subida del pasaje del transporte público. Se armaron masivas marchas, cacerolazos y asambleas populares. ¿En que terminó? En un impeachment a Dilma Rousseff, la asunción de un gobernante interino acusado de corrupción en decenas de causas y, finalmente, el accenso al poder de la extrema derecha. Ni hablar de los nefastos desenlaces de la esperanzadoras primaveras árabes.
¿Será Chile una excepción? Esta curiosa y larga faja de tierra se ha caracterizado por marcar el rumbo. Hoy, el país que tuvo al primer presidente socialista elegido democráticamente y que se constituyó en laboratorio del neoliberalismo, tiene la posibilidad, una vez más, de ser vanguardista.