Brasil vive su mayor crisis política desde el golpe parlamentario que derrocó a la presidenta Dilma Rousseff en 2016. En plena pandemia, el principal ministro de Bolsonaro, Sergio Moro, símbolo de la lucha contra la corrupción, presentó su renuncia en Red Nacional de tv. Fue motivado por la decisión del presidente de sustituir al director de la Policía Federal. El exministro denunció causa política para la sustitución, lo que representaría el delito de obstrucción de la justicia de parte de Bolsonaro. Según Moro, el mandatario intentaba interferir en procesos judiciales que inculpan a sus aliados políticos e incluso a su familia.
Horas después de la renuncia, el presidente convocó a una conferencia de prensa para presentar sus explicaciones. No obstante, en lugar de refutar las denuncias de Moro, terminó afirmando que debería recibir informes diarios de las principales investigaciones en curso en el país, por lo que necesitaría que personas cercanas ocupasen los principales puestos de las agencias de investigación, por caso: los de la Federal. En la práctica eso abriría espacio para una interferencia gubernamental en las investigaciones.
Las explicaciones del mandatario agravaron el clima político, pues representaron indicios de que el gobierno estaba cometiendo crimen de responsabilidad, uno de los delitos que en la ley brasileña justifican la deposición política. Poco después, varios partidos políticos y organizaciones sociales presentaron solicitudes de impeachment. Incluso Fernando Henrique Cardoso, por lo general discreto, solicitó la renuncia de JB.
Si antes había un cierto consenso de que el actual momento, signado por una grave pandemia, no era la mejor ocasión para un cambio de gobierno; hoy esta certeza disminuyó. La popularidad del Presidente cayó mucho, los cacerolazos son constantes y la propia elite social que antes era entusiasta del gobierno no parece tan dispuesta a mantenerlo a cualquier precio.