Primero fueron sus dos discursos en los actos de asunción, centrados en la denuncia de «la ideología de género» y el «socialismo», los mismos enemigos imaginarios que fueron el centro de sus discursos de campaña. Los siguió una batería de decretos y decisiones ministeriales que empiezan a transformar en política pública la ideología enemiga del pluralismo que pregonó mientras luchaba por hacerse elegir.
Igual que lo vienen haciendo los distintos exponentes de la derecha liberal en otros lugares del mundo, Bolsonaro empieza por rechazar el cáliz del centrismo al ponerse la banda presidencial, del mismo modo que en la campaña optó por la radicalización y no por ir a pescar votos moderados. Tal como lo están el filipino Rodrigo Duterte, el estadounidense Donald Trump o el húngaro Viktor Orban, el nuevo presidente de Brasil está convencido de que lo prioritario es satisfacer a su núcleo duro de votantes, alrededor del cual primero se organizó la mayoría que lo hizo presidente y alrededor del cual ahora empezará a orbitar el apoyo (mayoritario o no) mínimo necesario para gobernar.
Lo actuado en estos pocos primeros días debe entenderse también en un contexto particular: el Congreso, donde queda por verse si Bolsonaro será capaz de construir una mayoría viable, está en receso. Por ahora, está limitado en el alcance de lo que puede hacer, ya que debe esperar hasta el inicio de las sesiones para poder hacer aprobar nuevas leyes. Entonces, maximiza la espectacularidad de sus primeras decisiones administrativas, en anticipación de cuánto su nitidez ideológica pueda verse decolorada al atravesar el laberinto de las negociaciones con un Parlamento fragmentadísimo.
Con la configuración ministerial decidida por el nuevo presidente desaparecen los ministerios de Trabajo, Cultura, Ciudades, Integración Racial y Deportes, con lo que pierden jerarquía, entre otras políticas públicas, las de generación de empleo y combate a la informalidad y el trabajo esclavo, la discriminación positiva en las universidades y las becas para el deporte amateur. Bolsonaro justificó, en particular, la eliminación del Ministerio de Trabajo que, según él, «funcionaba como un sindicato», proposición risible en un país que se destaca por la debilidad y fragmentación de su movimiento obrero. El presidente también eliminó el Conselho Nacional de Segurança Alimentar e Nutricional, creado por su predecesor Itamar Franco en 1993 y reorganizado en 2003 por Lula como uno de los organismos responsables del programa social insignia del Brasil de las últimas dos décadas, Bolsa Família. El programa es absorbido por el Ministerio de Ciudadanía, cancelando toda instancia de participación de la sociedad civil en la gestión del mismo.
Bolsonaro también marcó una dirección muy clara al firmar el decreto que redujo en ocho reales el aumento del salario mínimo previsto para 2019. Lo que parece un ajuste en el margen (y se apoya en cambios técnicos en el índice de inflación) es, sin embargo, una decisión relevante. Aún si el impacto inmediato de la medida puede resultar casi trivial, lo importante es que el decreto abandona la política de valorización real del salario mínimo que Lula adoptó en 2007, que continuó bajo el presidente saliente Michel Temer y que debía prolongarse hasta 2023.
De lo que Bolsonaro no tuvo tiempo aún fue de cumplir con la promesa hecha dos días antes de asumir de liberalizar las normas de posesión de armas de fuego, seriamente restringidas en Brasil desde la adopción, en 2003, del Estatuto de Desarme.
Por último, estos días de estreno nos dejaron otra imagen elocuente que anticipa que, cuando se trate de cuestiones económicas, Bolsonaro tendrá que dejarse corregir por los adultos que manejan ese área en su gobierno. No pasaron más que minutos desde que el presidente anunció que habría un aumento en la alícuota del Impuesto sobre Operaciones Financieras, hasta que un funcionario de segunda línea, el secretario de Ingresos Federales, Marcos Cintra, salió a explicar que su jefe se había confundido.
El presidente ultraderechista ha usado estos primeros días en el Planalto para ratificar su contrato electoral y para dejar claro que no cejará en sus posturas extremistas. Al mismo tiempo, ha quedado en evidencia que la fusión fría entre sus ideas ultranacionalistas y el pinochetismo económico que le acercó en los últimos años su ministro de Economía, Paulo Guedes, puede provocar desajustes discursivos en alguien que fue ajeno al enfoque de la Escuela de Chicago durante casi toda su larga carrera. Quedó claro que no será el presidente el macho alfa de su gobierno en asuntos de dinero. «