Mientras los adivinadores metidos a politólogos (o viceversa) se empeñan en leer la borra del café de Iowa, algo ha sucedido a plena luz del día y pocos se animan a decirlo: el hombre a batir en las primarias del Partido Demócrata es Bernie Sanders. La elección interna, que todo el mainstream anunciaba como una carrera en la que el ex vicepresidente Joe Biden sólo podía perder si se autoderrotaba, arrancó como un concurso extremadamente competitivo que gira no en torno a él, sino alrededor del igualmente veterano senador socialista democrático de Vermont.
En esto, las asambleas ciudadanas de los demócratas de Iowa, en las que quienes eligieron a Sanders fueron la primera minoría, no han sido más que una tímida confirmación. Lejos de sumarnos a quienes hacen de una correlación una causa, sugerimos mirar lo que pasó en Iowa (el resultado, no el zafarrancho que hicieron los [des]organizadores con la transmisión electrónica del resultado) como un emergente de un estado de cosas presente y no como un mágico predictivo de lo que pasará ni en la convención demócrata de julio ni en la elección presidencial de noviembre. Los caucus de Iowa, en ese sentido, son una circunstancia que pone en evidencia la solidez de la organización de campaña de Sanders, el rendimiento de los esfuerzos focalizados de Pete Buttigieg y la desorientación estratégica en el campamento de Biden. Nada de ello obsta que la semana que pasó haya sido una semana horrible para los demócratas en su conjunto: quedaron a la vista de todos los estadounidenses como un grupo chapucero incapaz de contar un puñado de votos, durante las mismas horas en las que Trump lanzaba su campaña con su discurso sobre el estado de la Unión en el Congreso y salía absuelto sin un rasguño del juicio político en el Senado.
Sanders, decíamos, ocupa el centro del ring. Y no porque haya prevalecido en las preferencias de los concurrentes a las asambleas de un estado que se puede dar tranquilamente por perdido con Trump en noviembre, sino porque suma unos números de intención de voto sólidos que hablan por sí mismos y porque la conversación sobre las primarias gira cada vez más decididamente alrededor de él. Se podrá decir que lo han subido al ring, desde la CNN inclinando la cancha del debate del que fue anfitriona al dedicarle todas las preguntas envenenadas, hasta Hillary Clinton, que ha salido de gira para hacer campaña contra su derrotado de las primarias demócratas de hace cuatro años. El debate televisivo posterior a Iowa, de cara a las siguientes primarias, en New Hampshire, fue una nueva escenificación de esto: la pregunta que todos recordarán de este será: «¿quién le teme a tener un socialista democrático a la cabeza de la fórmula demócrata en noviembre?». Difícil encontrar una figura retórica que defina más claramente este proceso electoral como un referendo a favor o en contra de Sanders. Las respuestas fueron significativas, tanto el obvio «¡yo, no!» del aludido, como la mano alzada de Amy Klobuchar, como las miradas perdidas y la falta de reacción de todos los demás. Una candidata sin chances en los papeles, como la senadora de Minnesota, sabe que tiene mucho para ganar si se abalanza hacia el lugar del challenger; Biden saben que abandona definitivamente su pretensión de favorito si se contesta; el resto nada en la perplejidad de tener que calcular cuánto gana y cuánto pierde contrastando a Bernie.
Mientras tanto, las encuestas en los estados que cuentan, los tres que resultaron fatales para los demócratas en el colegio electoral en 2016, Pensilvania, Michigan y Wisconsin, muestran que Sanders tiene allí casi tantas chances de ganarle a Trump como Biden. El sentido común politológico insiste en el peligro de «ahuyentar a los votantes centristas», como si no estuviera (hace tiempo) en curso una fuga de los electores hacia la izquierda y hacia la (extrema) derecha. Faltan más de cinco meses para la convención de Milwaukee. El resultado está lejos de estar puesto, pero ya está claro quién es el nada inesperado hombre a batir. «