El ya clásico alarido de “Dina asesina” volvió a resonar fuerte en las calles del Perú en lo que fue el punto de partida de un nuevo ciclo de protestas con varias demandas principales y una excluyente: que renuncie la cuestionada presidenta Dina Boluarte y se convoque a elecciones presidenciales y legislativas.
“Y va a caer, y va a caer, la dictadura va a caer…”, cantaban con bronca los rostros del Perú profundo, del Perú tierra adentro, principalmente del sur andino, que llegaron de a miles para la tercera “Toma de Lima”. Fue el reinicio de un proceso de movilizaciones que había menguado en los últimos meses tras el auge que tuvo entre diciembre y marzo, luego de la destitución de Pedro Castillo, y que dejó cerca de 70 manifestantes asesinados por la represión policial.
Según la Defensoría del Pueblo, el miércoles se contabilizaron marchas y cortes en 64 provincias de las 24 regiones, más el bloqueo del puente internacional con Bolivia en Puno y el cierre de escuelas y universidades que se plegaron a las protestas. Además de la capital, la jornada se sintió con fuerza en las regiones andinas, sobre todo en las ciudades de Juliaca, Arequipa y Ayacucho.
Consciente del repudio internacional y las advertencias de organismos como la CIDH, el régimen esta vez le bajó un cambio al salvajismo represivo y en las marchas del miércoles “sólo” resultaron 11 personas heridas y 6 detenidas en las afueras del Congreso, donde la policía dispersó con bombas lacrimógenas y perdigones.
El evidente carácter pacífico de las protestas dejó en ridícula la narrativa oficial que las llegó incluso a tildar de “terroristas”, en un constante intento por criminalizarlas para dividir y desmovilizar. En la previa, Boluarte las había calificado como “una amenaza a la democracia”.
Aunque menos multitudinaria que la de hace unos meses, ahora la resistencia al régimen pareciera ganar en pluralidad y amplitud, con mayor presencia de sectores medios, universitarios y culturales, y una conducción más visible en el Comando Nacional Unitario de Lucha, que aglutina a organizaciones sindicales, sociales e indígenas. El plan de acciones callejeras se extenderá, al menos, hasta el 28 de julio, Día de la Independencia peruana.
“Que se vayan todos”
Habrá que ver hasta cuándo Dina Boluarte le sigue sirviendo al proyecto restaurador y conservador que se sostiene con una mayoría parlamentaria, el apoyo de las Fuerzas Armadas, las élites económicas y los principales medios. Un bloque de poder -con gran presencia del fujimorismo- que retomó las riendas del país tras derrocar a Pedro Castillo y que está avanzando en el control de todas las instituciones. Por eso la consigna central es la renuncia de Boluarte y un cronograma electoral en el más breve plazo, antes de que el Congreso intervenga los órganos electorales como ya hizo con el Tribunal Constitucional, la Fiscalía de la Nación y la Defensoría del Pueblo.
Un Congreso dominado por la derecha que, a inicios de 2023, desoyó el clamor popular y rechazó dos proyectos para adelantar las elecciones a 2024, pactando la permanencia de Boluarte hasta 2026. Desde esa alianza entre el Ejecutivo y el Legislativo se avanza en la agenda neoliberal que incluye privatizaciones en salud y en educación, además de la llegada de más de mil militares estadounidenses para entrenar a las FF.AA. y a la Policía Nacional.
Según los últimos sondeos, la desaprobación ciudadana al gobierno trepó al 80% y la del Congreso al 90%. Sin embargo, las fuerzas que comienzan a reagruparse en las calles para “rescatar la democracia” carecen por ahora de una articulación político-institucional que pueda encauzar la crisis.
Una larga crisis donde la actual coyuntura es sólo un capítulo más de una crisis crónica que atraviesa el sistema político peruano desde, al menos, el autogolpe de Fujimori en 1992, y en la cual los últimos siete presidentes electos terminaron destituidos y/o presos, a excepción de Alan García que se pegó un tiro antes de ser detenido.
Por eso, entre las consignas principales de las renovadas manifestaciones viene ganando fuerza la necesidad de convocar a una Asamblea Constituyente, que pueda tumbar la Carta Magna fujimorista y encarar con nuevas reglas los problemas estructurales de un país que parece ingobernable. Los próximos tiempos serán clave para ver quién gana la pulseada, si el palacio o la calle.