El avance de la pandemia en Estados Unidos encuentra a la sociedad de ese país ante una situación crítica que seguramente no vivió quien sabe si desde sus orígenes. Por un lado, el gobierno de Donald Trump mostró un perfil ambiguo sobre la forma de tratar el Covid-19: primero dijo que había mucha histeria periodística en torno a las consecuencias y cuando los casos se fueron amontonando, intentó no quedar pegado a una tragedia que ya se acerca a los 20.000 muertos y supera el medio millón de contagiados. Pero hay una particularidad que en estas semanas sale a la luz con mayor fiereza. En un país de raíces puritanas, son millones los creyentes que no consideran que deban cuidarse del coronavirus porque tienen protección divina. Mientras tanto, otros millones salieron a la desperada a comprar armas de fuego quizás, según argumenta Andrew Arulanandam -el vocero de la tradicional Asociación Nacional del Rifle (NRA por sus siglas en inglés), el grupo lobista a favor de la segunda enmienda constitucional- a raíz de que “la gente está preocupada porque la policía ahora responde solo a llamadas seleccionadas y siente que ante una amenaza deberán defenderse por ellos mismos”.
El derecho irrestricto para la portación de armas, un sello de origen en esa nación, implica que actualmente solo se necesite un certificado de antecedentes penales adecuado para comprar cualquier tipo de artefacto letal. Por lo tanto, las organizaciones que se dedican a testear el incremento de compras constatan el pedido de ese trámite, lo que de manera indirecta indica el índice de inseguridad de esos sectores de la sociedad.
Se sabe que el dato no revela linealmente la intención de comprar un arma, ya que ese mismo tipo de documento es necesario para un conductor de mercadería sensible o para trabajos en áreas determinadas del gobierno. Pero como asegura un artículo de la revista Mother Jones, es un indicador bastante certero para determinar el clima de inseguridad ciudadana.
El Sistema Nacional de Verificación de Antecedentes Penales Instantáneo (NCIS por sus siglas en inglés), que depende del FBI, detectó 3,7 millones de chequeos a lo largo de todo el mes de marzo, 34% más que en febrero y 12% más que el récord de diciembre de 2015.
Es normal que luego de cada gran balacera pública como la que usualmente se registra en Estados Unidos -otro detalle característico de esa sociedad – se eleve notoriamente la compra de armamento. Un acto reflejo para intentar apagar el fuego con más fuego. El último gran salto en la compra de armas se registró luego del tiroteo masivo en el Inland Regional Center San Bernardino, California, el 2 de diciembre de 2015, que dejó un saldo de 16 muertos.
Esa vez el entonces presidente Barack Obama salió fuerte a pedir limitaciones a la venta de armas para evitar esa retahíla de masacres cada vez más frecuentes. La propuesta no avanzó por el poder de lobbie de la NRA y de la poderosa e influyente industria militar. Pero la venta de pistolas y fusiles livianos trepó a 3,3 millones. Porque pensaban que se iba a prohibir la venta y no querían quedar “desarmados”.
Ahora, una firma consultora, la Small Arms Analytics and Forecasting (Análisis y Predicción de Armas Pequeñas) calculó que se vendieron 2,6 millones de armas desde que el coronavirus comenzó a quitarles el sueño a muchos estadounidenses.
Un estudio del Centro de Investigación PEW encontró que 3 de cada 10 estadounidenses admiten ser propietarios de una pistola y que hay más de 400 millones de armas en propiedad de civiles en Estados Unidos. A razón de una por persona, teniendo en cuenta que en la estadística se anota a niños y a los millones que rechazan la tenencia de armas o están impedidos de poseerlas por diversas razones.
David Hemenway, del Centro de Investigación de Harvard, argumenta en esa misma publicación que la mentalidad del comprador de urgencia es que “el infierno se está desatando, ¿cómo puedo protegerme?”. Esto es, se viene el Armageddon, recurramos a los derechos que otorga la segunda enmienda y compremos un arma de fuego. El problema es que ese infierno es un virus microscópico contra el que una bala poco puede hacer.