Millones de personas expresaron su hartazgo al neoliberalismo en un estallido social sin precedentes. Durante más de tres meses las principales ciudades del país se llenaron de marchas, piquetes y expresiones artísticas, con rostros jóvenes cargados de energía en búsqueda de abrir el estrecho margen de posibilidad para vivir con dignidad. El presidente Iván Duque, la élite económica y los militares decidieron cerrar cualquier posibilidad de diálogo con esa diversidad de voces y reclamos. Se encerraron en la casa de gobierno para urdir una salida autoritaria a la crisis.
El uribismo sabe muy bien cómo hacerlo. Desde finales de los 90 combinan con audacia la maquinaria mediática, la narrativa autoritaria, la judicialización de opositores y la acción bélica. En pocas semanas crearon un “enemigo interno” para odiar, combatir y derrotar. Los jóvenes desesperados porque no hay trabajo, ni acceso a la educación pública y acosados por el hambre (suya y de sus familias), se convirtieron de la noche a la mañana en “vándalos”. La policía recibió el aval para utilizar toda su artillería, y reprimir con toda su violencia al nuevo enemigo, tenebroso porque es joven, indolente y vándalo.
Estrategia cruel, violenta y efectiva. Más de 80 jóvenes fueron asesinades durante el paro, 22 mujeres violadas, y más de 35 personas perdieron uno de sus ojos. Como lo constató la misión de DDHH integrada por organizaciones argentinas que visitó a Colombia en medio del paro nacional. Pero las cosas no terminaron allí, el gobierno desató una cacería y encarceló a 157 jóvenes (hoy presos/as políticos), acusados de rebelión, asonada y terrorismo, y a otros jóvenes, como Esteban Mosquera, lo están cazando para asesinarlos.
El gobierno de Duque creo un clima de tensión y de polarización en contra de las organizaciones sociales y de los liderazgos opositores, al punto que el Gobernador del Magdalena (una provincia ubicada al norte del país), Carlos Caicedo, se vio obligado a abandonar el país tras conocer un plan de grupos paramilitares para acabar con su vida. Un plan de asesinato, según explicó el gobernador, también dirigido en contra del candidato presidencial y senador Gustavo Petro.
La salida autoritaria al estallido social tuvo su efecto, generó miedo en la población para no salir más a mostrar su inconformidad. Es, sin embargo, una escapatoria de la realidad que no puede ser ocultada o borrada con los gases lacrimógenos, con asesinatos y con amenazas. El 76 % de la población desaprueba la gestión del presidente Duque, a seis meses de las elecciones parlamentarias, y a ocho meses de las presidenciales. El uribismo no puede detener el debate público sobre el futuro del país y perdió la fuerza política para imponer la guerra. El propio expresidente Uribe, enemigo del proceso de paz, hoy pide una amnistía general, tiene el agua al cuello, al igual que los militares y los empresarios vinculados al paramilitarismo.
El estallido social no terminó con un cambio inmediato de gobierno y las pérdidas humanas de jóvenes hunden al país en un abismo de ilegitimidad. El conteo de muertes es insoportable, al igual que la impunidad cómplice de las bandas parapoliciales y de las fuerzas de seguridad institucionales en sus desafueros y crímenes. Pero no se puede leer como una derrota, el ahogo autoritario de la protesta social es una victoria pírrica del uribismo y quizás es la fosa donde reposará su neoliberalismo violento y muchos de sus más conspicuos liderazgos.
La movilización social continua y los movimientos políticos de la oposición se aprestan para librar una épica batalla electoral en el 2022, en la que pueden estar los cimientos de una ola de cambios y transformaciones. Todo indica que la lucha en las calles y la disputa en las urnas será la interacción del cambio político en Colombia, como lo fue en buena parte del continente en los albores del siglo XXI. La lucha continua.