Las más relevantes organizaciones humanitarias del mundo, científicos y académicos de todas las nacionalidades y siete altos comisionados de las Naciones Unidas le pidieron al presidente de Estados Unidos, Joe Biden, que interceda ante su par colombiano, Iván Duque, para impedir el reinicio de la aspersión aérea de agrotóxicos en las áreas sembradas con coca. Con ellas, desde los años 90 del siglo pasado, se ha intentado en vano erradicar las plantaciones con las que sobreviven unas 240 mil familias. Los envíos comenzaron el 26 de marzo y, pasadas dos semanas, hasta el sábado, Biden no había acusado recibo, pese a que los firmantes le advierten que hay peligro de un estallido social. Según el ministro de Defensa, Diego Molano, “retomaremos el bombardeo con glifosato en los próximos días”.
Tras el anuncio de Molano, el que habló fue el embajador norteamericano Philip Goldberg, un viejo conocido de América Latina desde que, en setiembre de 2008, el gobierno de Evo Morales lo expulsara de Bolivia por su participación en una trama golpista/secesionista que tenía cabecera en la oriental Santa Cruz de la Sierra. “Esta vez el papel de Estados Unidos no será tan activo como en otros tiempos” (Barack Obama, Donald Trump), fue lo poco pero muy explícito que dijo. Goldberg sabe lo que dice. Apenas presentó sus credenciales en Bogotá, en 2019, respaldó el mantenimiento de la flota fumigadora –aunque las aspersiones estaban suspendidas desde 2015–, e impulsó la modernización de sus bases.
Las entidades humanitarias encabezadas por la prestigiosa WOLA (Oficina en Washington para Asuntos de América Latina), los científicos y los comisionados de la ONU, cada uno a su turno, le recordaron a Biden que debería empezar a cuidar su trabajo en la región y le advirtieron que la Casa Blanca no debería volver a implicarse en acciones criminales. Le recordaron que la fumigación corre el riesgo de provocar una ola de protestas a gran escala en las zonas rurales y fueron explícitos: “En 1996, con el inicio de la aspersión, gran parte de las áreas rurales se paralizó durante meses debido a las protestas de los cocaleros”. Y cierran: “Hoy, los cultivadores están mejor organizados que hace 25 años”.
Aunque como vice de Barack Obama (2009–2017), Biden fue un activo protagonista de la intervención norteamericana en Colombia, quienes hoy le piden que haga un aporte a la paz le recuerdan cuál es el escenario en el que reaparecerán los aviones asesinos. Le dicen que la lluvia tóxica, con su secuela de muerte, enfermedades y destrucción es un “mensaje de crueldad”, y describen la zona que será atacada: “Son áreas de frontera agrícola donde el Estado no está. No hay carreteras, la red eléctrica está lejos, no existen agua potable ni títulos de propiedad. Hay zonas, incluso, donde el dinero en efectivo es difícil de conseguir y la pasta de coca es la moneda de uso común”.
Los productores son grupos familiares que viven desde siempre en pequeñas parcelas de las que extraen, apenas, para la sobrevivencia. Las familias que viven de la coca –Colombia es el mayor productor mundial– varían entre 120 mil y 240 mil. Si se acepta que cada grupo está compuesto por entre cuatro y cinco personas, alrededor del 2% de los 51 millones de colombianos vive de a coca. Las ganancias son unos 1000 dólares anuales por persona, lo que las convierte en el eslabón peor pagado de la cadena de producción. Los grandes jugadores del negocio son los traficantes que surten al voraz mercado norteamericano y a quienes nada les importan las fumigaciones de glifosato y sus consecuencias.
Para explicar la inutilidad de las aspersiones –los productores y las entidades humanitarias reivindican la sustitución, no la erradicación de cultivos–, las agencias de la ONU estiman que los porcentajes de resiembra que se registran después de la defoliación de las áreas cocaleras alcanzan al 36%. “Incluso, cuando no se puede resembrar en el mismo sitio se desplazan a otras áreas donde no se permite fumigar, como los parques nacionales”. Como en Argentina, Paraguay y Uruguay, los expertos apuntan también a los daños en la salud y el ambiente.
En su documento, los relatores insisten en los efectos del glifosato –el agroquímico estrella de Monsanto– en la contaminación de los cuerpos de agua, no sólo porque son rociados directamente sino por la filtración del químico hacia aguas subterráneas, en acuíferos como el Guaraní. De igual forma, aseguran que la decisión de retomar las fumigaciones se lleva a cabo en un contexto de violencia contra los pueblos indígenas y afrocolombianos y los defensores de los derechos humanos. Por primera vez, la ONU toma información de dos documentales de alto impacto: “El mundo según Monsanto” (2008), de la francesa Marie-Monique Robin, y “Guerras ajenas” (2016), de la HBO Latin America.
En 2015 la OMS dijo a través de una publicación en la revista The Lancet Oncology, que el Round Up (nombre del glifosato de Monsanto) es potencialmente cancerígeno, causante de malformaciones en los recién nacidos y otros riesgos para la salud. El biólogo argentino Raúl Montenegro había llegado a las mismas conclusiones. Ante las pruebas de la OMS, la Corte Constitucional de Colombia ordenó aplicar el llamado “principio de precaución” y suspender las aspersiones con glifosato. El gobierno ultraderechista de Duque respondió con el anuncio del ministro Molano y la creación de una fuerza de élite de 7000 hombres para la lucha contra el narcotráfico, en su visión, los productores cocaleros.