Es visible y fundamental el liderazgo del poder colombiano en la campaña internacional contra el gobierno bolivariano de Venezuela. Tras el telón de su «apoyo a la democracia», con el cual se justifica, existen varias razones de orden geoeconómico y político que se esconden ante la unanimidad del poder mediático. Tras la firma del acuerdo de paz entre el Estado y las FARC-EP, en 2016, el expresidente Juan Manuel Santos emprendió un denso entramado de acciones económicas, políticas, diplomáticas y mediáticas para impulsar el control externo de Venezuela por parte de un grupo de países de la región, encabezados por EE UU, en una especie de plan de saqueo sobre los recursos energéticos del país bolivariano, como lo vienen pregonando funcionarios colombianos, que dicen ser autores de un «plan Marshall» para tomar control de la riqueza venezolana.
Venezuela fue facilitador del proceso de paz como garantía para la sobrevivencia de la insurgencia luego de la entrega de armas. El gobierno de Hugo Chávez quizás calculó que servir a la paz de Colombia significaba garantizar la paz regional y la construcción de la confianza necesaria entre los dos países para evitar interferencias en el desarrollo de dos proyectos político-económicos antagónicos, uno neoliberal y otro progresista. Pero el poder colombiano y los EE UU interpretaron de otra manera esa apuesta a la paz, entendiendo que se había acabado el riesgo de una guerra extendida regional con una alianza insurgente en caso de una intervención militar a Venezuela.
La derecha colombiana pretende mantener su proyecto neoliberal con los recursos de Venezuela. El poder económico colombiano es consciente de las dificultades que atravesará el país en menos de cinco años debido a la inexistencia de reservas probadas de petróleo, a la dependencia del gas venezolano y al enorme abanico de negocios perdidos por la ruptura de relaciones entre ambos países, incluyendo las remesas recibidas de los cuatro o cinco millones de colombianos que viven en ese territorio. No se puede olvidar que en 2010, en pleno gobierno uribista, el superávit comercial favorable a Colombia fue de 10 mil millones de dólares, con los cuales Uribe demostró resultados de su populismo ultraderechista, aunque en lo mediático se posicionara como el principal enemigo del proceso venezolano.
Un interés geoeconómico acompañado de la urgencia política del presidente Iván Duque (y del poder tradicional) pues necesita oxígeno para gobernar un país polarizado, empobrecido y sin el consenso necesario para aplicar su plan punitivista y de ultraderecha. Sostener la agenda mediática de la crisis en Venezuela, en buena medida inspirada y desarrollada desde territorio colombiano, le garantiza mantener distraída a la opinión pública para impedir que los disensos políticos sigan expresándose con fuerza en las urnas –les temen a los ocho millones de votos obtenidos por Gustavo Petro–, o en las calles, donde el estudiantado y la ciudadanía viene reclamando justicia ante la flagrante corrupción, al igual que un cambio de rumbo en la política económica. El inédito hecho geopolítico de reconocer a una persona no elegida como presidente en Venezuela se ajusta a la necesidad de caos y control mediático que requieren Duque y la derecha colombiana para entretener a los ciudadanos televidentes y para soñar con una cuota de petróleo de la franja del Orinoco