Siria era hasta hace poco más de cinco años, era uno de los países más desarrollados del Medio Oriente con un gobierno laico y una clase media próspera que creía en una idea del progreso en base al esfuerzo personal. No era el paraíso, pero en el contexto de una región inestable y en conflicto permanente, era un lugar donde se podían tejer proyectos de futuro. No había matanzas monstruosas ni millones de personas buscaban refugio fuera de sus fronteras.
Contó, en tiempos de la Guerra Fría, con el apoyo de la Unión Soviética, un apoyo consolidado tras la derrota en la Guerra del Yom Kippur contra Israel, en 1973.
El acercamiento fue logrado a instancias de Hafez al Assad, el padre del actual presidente, Bashar al Assad. Así fue que los soviéticos instalaron una base naval en Tartus. La caída de la URSS no evitó que Moscú continuara manteniendo ese destacamento desde el que puede mantener un ojo alerta en el Mediterráneo.
Hasta que en 2011, al calor de lo que se dio en llamar la Primavera Árabe, grupos opositores a Al Assad iniciaron una ofensiva para derrocar al mandatario.
Esa ola, que contó con el descontento de ciertos sectores sociales pero el apoyo de grupos ligados a los servicios de inteligencia occidentales y afines a la política estadounidense, terminó por derrocar a los gobiernos de Túnez, Egipto y Libia, donde incluso fue asesinado su líder, Muhamar Khadafi.
En el caso sirio, la situación fue tensándose hasta niveles brutales y en poco tiempo los grupos opositores conformaron milicias irregulares. De ahí al surgimiento de grupos extremistas como el Estado Islámico hubo un solo paso.
Pero a diferencia de Libia, donde el país fue literalmente desmembrado, y de Egipto, donde los países occidentales fomentaron un golpe para que volvieran las Fuerzas Armadas al poder, la Siria de Al Assad resiste.
El factor ruso es esencial, pero también lo es que las fuerzas que defienden al gobierno se mantienen mayoritariamente leales a Damasco.
Los que sufren la devastación y los peores actos de violencia son pobladores de las zonas donde los rebeldes y los grupos yihadistas mantienen un permanente hostigamiento con los métodos más bárbaros.
La crisis humanitaria golpeó en amplias capas de la sociedad siria, pero rebotó en Turquía y en Europa, con los miles de refugiados que continuamente buscan cruzar fronteras para hallar un lugar donde poder soñar con otra vida.
Los datos de esta guerra contra el gobierno sirio son escalofriantes.
Según diversas organizaciones, entre ellas Amnistía Internacional, en cinco años murieron 366000 personas y el país perdió al 15% de su población. La esperanza de vida, que era comparable a los países más desarrollados de Europa -75,9 años- bajó a 55,7 años. Como quien dice, le han robado 20 años a cada sirio. Lo que repercute en Europa es otra cosa.
Y es que además de los 6,6 millones de desplazados internos hay alrededor de 4,8 millones de sirios que huyeron de su país y golpean a las puertas del continente y terminan instalados en los campamentos de refugiados.
Gran parte de ellos llegan a través del mar o de verdaderos éxodos terrestres. Pagan fortunas, los que tienen dinero, para llegar a otros paraísos, donde cada vez son recibidos con mayor hostilidad.
El crecimiento de los partidos xenófobos en el este europeo es señal de ese rechazo. El levantamiento de muros fronterizos es la otra respuesta. El debate entre las mentes bien pensantes es sobre el nivel de humanitarismo que se permite cada país. Se escucha menos argumentar en contra una política que en pos de derrocar a Al Assad sigue profundizando esa sangría de víctimas.
Vladimir Putin, el presidente ruso, dio acabadas muestras de que no piensa abandonar a Al Assad y menos a la base de Tartus. Estados Unidos y sus socios europeos buscan terminar de conformar una región amiga de Occidente en su estrategia de cercar a Rusia y controlar las regiones productoras de petróleo de Medio Oriente y el Norte de África. Siria es un sitio destacado para esta estrategia y Al Assad un grave impedimento.
No es ajeno a este escenario el conflicto en Ucrania y la vuelta de Crimea al redil de Moscú.
La trabajosa tregua alcanzada entre el canciller ruso Serguei Lavrov y el secretario de Estado John Kerry puede quedar hecha trizas luego del ataque a un camión de ayuda humanitaria.
Mientras, se sabe que Siria perdió unas cinco veces su PBI y que dentro de ese castigado país el 80% de la población sobrevive sumergida en la pobreza, y casi 14 millones de personas necesitan ayuda urgente para sobrevivir.
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