En las ficciones distópicas clásicas, las personas están muy bien, pero hay gato encerrado. En Fahrenheit 451 la gente está embrutecida porque no le permiten leer. En Un mundo feliz, la vida está resulta pero no hay libertad. En Fuga en el siglo XXIII la gente vive en el ocio y el placer, pero sólo hasta los 30 años. En La máquina del tiempo, de H. G. Wells, los elois no trabajan, juegan y se aman, alimentándose de los frutos de los árboles, pero en un estado anodino, casi inconsciente. Es requisito de este subgénero literario que aquello que parece el Cielo, esconda un Infierno. Eso es lo que se proyecta sobre China.
Hace 1600 años Tao Yuanming escribió en China El arroyo de los duraznos florecientes, una utopía en la que los habitantes de un lugar idílico vivían felices, con el mismo optimismo que tienen los chinos del siglo XXI.
El optimismo de los chinos está en las antípodas del pesimismo occidental. Un estudio que el think tank norteamericano Pew Research Center hizo en 2016 indica que el 72% de 3.154 entrevistados afirmaron que su situación económica personal era buena, el 77% que sus finanzas estaban mejor que cinco años antes y el 96% que su estándar de vida era mejor que el de sus padres cuando tenían su edad. Tres de cada cuatro chinos confiaban en que la economía del país mejoraría en el año siguiente y nada menos que el 82% afirmaba que sus hijos tendrían un mejor pasar económico que ellos. El año pasado la revista inglesa The Economist presentó el trabajo «Prioridades de Progreso: comprendiendo las voces de los ciudadanos», para el que consultó a personas de 50 países, entre ellos China. Allí, el 96% afirmaba que su país iba camino a una mejor sociedad y el 99% sostenía que la tecnología mejoraría su vida.
Mientras en este lado del mundo amenazan con cumplirse las profecías más negras en apocalipsis ambientales, económicos, científicos y humanitarios, los chinos se sienten en el tren bala de la prosperidad. Desde fines de los 70 la economía de China creció al ritmo de un tifón, con un aumento anual del 10% del PBI durante 30 años (hoy crece menos del 7%, aunque sobre una base de 14 billones de dólares, o sea millones de millones). Si bien esto generó un sector de millonarios y multimillonarios que instaló una tajante desigualdad social, el sistema socialista no fue desmantelado y distribuyó la riqueza monumental de modo que prácticamente toda la población ha mejorado sensiblemente su calidad de vida. La mortalidad infantil bajó de 200 por mil, cuando se creó la República Popular en 1949 al 6,1 actual, el analfabetismo bajó del 80% al 5%, la expectativa de vida pasó de 35 a 77 años y el ingreso per cápita pasó de 156 dólares en 1978 a 3.468 en 2008 y a 9.771 dólares en 2018 (11,55% más que en 2017).
Fue el Banco Mundial el que reportó que en 40 años China había sacado de la pobreza a más de 800 millones de personas. Jamás había sucedido algo así en la historia de la humanidad. Y para quienes aún son pobres «extremos» (los que viven con menos de 1,90 dólares por día), se anunció en 2016 un plan para que el año que viene todos hayan salido de esa situación.
La vida de las personas mejoró al ritmo de un país en el que hace 30 años toda la gente andaba en bicicleta y hoy inaugura puentes de cientos de kilómetros, construye de la noche a la mañana barrios de decenas de edificios con departamentos amplios y confortables, manda misiones a la Luna y expande una red de trenes de alta velocidad que, iniciada en 2008, hoy es la más extensa del mundo, sobrepasando los 29.000 kilómetros.
La receta de la distopía prescribe que algo tan impactante encierre algo oscuro. Visto desde la belicosidad de Occidente, en tanto China es un comunismo, el mal debe proceder básicamente del poder tirano. El desarrollo de tecnologías de avanzada podría hablar bien de China, pero los centros emisores de sentido común presentan esto como la sofisticación del control social del gobierno (al que llaman «régimen»).
Obviando los mecanismos de puntuación en países de Occidente (calificación escolar, conducta financiera, penal, comercial, laboral, etc.), se ha instalado la noticia de que China desarrolla un sistema de puntaje que condenaría a las personas a cierta categoría. Para ilustrar el tema, se refiere un capítulo de la serie Black Mirror, emblema de la distopía.
Otro ejemplo es el reconocimiento facial. Los medios más de mayor alcance alertan sobre policías chinos reconociendo a la gente con sus anteojos computarizados. Alarman a personas a quienes Facebook les sugiera etiquetar amigos en cualquier foto y cuyos datos las compañías y gobiernos usan vaya a saber para qué
Los chinos tienen un nacionalismo grave y trascendental. No veneran dioses, sino la obra de sus ancestros. Ese orgullo está encendido en la confianza de que seguirán engrandeciendo su madre patria. El Sueño Americano de la posguerra hoy palidece. Asustado, crea relatos distópicos en el momento en que brota el Sueño Chino. Occidente ve en él un pueblo que va teniendo sus necesidades satisfechas y empieza a disfrutar de la vida, pero que no tiene libertad y está sometido a un régimen tirano. Un pueblo que tiene desactivado su espíritu rebelde, libre, igualitario. Mira a los chinos a través del ideal de Pueblo de la Revolución Francesa, un relato que a los chinos les pasó demasiado lejos para que forme parte de su experiencia.
Lo que Occidente ve en China es la distopía que sus escritores crearon para entenderse. Argentina podría asumir una tercera posición junto a otros países latinoamericanos, fuera de un conflicto que no le reportará nada bueno y establecer con la ascendente China y sus optimistas habitantes, una relación que le convenga.