La guerra comercial que Donald Trump lanzó a principios de marzo al imponer un arancel de 25% al acero y 10% al aluminio importados podría no ser tan fácil de ganar como aventuró el polémico empresario en su cuenta tuit. Y no por el reclamo del gobierno argentino, precisamente, sino por las medidas que viene tomando su principal enemigo económico, China, y que explican el trasfondo de aquella bravuconada del mandatario estadounidense.
El lunes, la portavoz de la Cancillería china, Hua Chun Ying, en su habitual rueda de prensa en Beijing, dijo que su país no tiene problemas en negociar con Washington cualquier rebaja recíproca de aranceles, pero que la situación no da para que «una parte haga las solicitudes de manera arrogante y condescendiente; en su lugar, las dos partes deben entablar negociaciones de manera constructiva con un espíritu de respeto mutuo y tratarse como iguales». Y para que quede claro de qué tipo de igualdad pretende la potencia asiática, se presentó oficialmente el contrato a futuros de petróleo en yuanes, la moneda china. Fue en la Bolsa Internacional de Energía de Shanghai y representa el paso más sólido en contra del dólar como moneda de a cambio internacional desde que la divisa estadounidense es el referente para la OPEP, en los años 70 del siglo pasado.
El presidente Richard Nixon lanzó en 1971 una medida económica considerada entonces como osada por lo que significaba para la economía mundial surgida desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. EE UU abandonaba la Convertibilidad del dólar con el oro, establecida por los acuerdos de Bretton Woods, cancelados unilateralmente. Desde entonces el respaldo del dólar ya no es un bien tangible, sino el comercio obligado de petróleo con esa moneda, que paralelamente estableció el presidente republicano con los países productores, Arabia Saudita a la cabeza, más la Venezuela de Rafael Caldera y el Irán del sha Reza Pahlevi.
No sólo por petróleo invadieron desde entonces las tropas estadounidenses, sino por mantener el poder del dólar. De hecho, tanto Saddam Hussein como Muammar Khadafi habían comenzado a negociar petróleo en euros y eso tal vez explique más que ninguna otra cuestión la necesidad de eliminarlos. Para escarmiento de otros que desearan copiarse.
Pero China no es Libia ni Irak. Es ya la segunda mayor economía del mundo y el primer importador de petróleo y derivados. Su poder de compra lo hace un jugador global de peso, pero además a nadie se le ocurriría que a esta altura de los acontecimientos pueda ser invadida como lo fueron aquellos pioneros antidólar.
En septiembre pasado, el Banco Popular de China y el Banco Central de la Federación Rusa firmaron un memorándum para realizar las transacciones de crudo entre ambas naciones en yuanes, con lo que se daba el puntapié inicial para el llamado «petroyuan».
El lunes, tal como estaba anunciado, se abrieron las puertas en Shanghai a las primeras transacciones en esta nueva era. Se firmaron contratos a valores entre 375 y 416 yuanes el barril (unos 65,8 dólares máximo). El total negociado en esa rueda fue de 18,300 millones de yuanes (unos 2896 millones de dólares). No parece mucho, pero los jugadores globales todavía están probando el nuevo mecanismo que puede convertir en breve al juan como la moneda de cambio y reserva internacional. Por ahora el petróleo podrá ser pagado en otra moneda dura o en oro, pero la idea es avanzar hacia la «yuanización».
Por lo pronto, las autoridades financieras chinas tomaron medidas destinadas a la transparencia de las operaciones en moneda local y garantiza que no habrá fluctuaciones importantes del valor relativo en el año. Al mismo tiempo intervino para mantener cierto control sobre las monedas virtuales, cosa de no sufrir algún tipo de ataque especulativo por ese lado.
La debacle del dólar implicaría además, la pérdida de un elemento de presión del que ningún gobierno estadounidense se privó, como las sanciones comerciales y la prohibición de utilizar su moneda para las transacciones. De manera que algunos de los principales exportadores, y que figuran en la lista de enemigos de Estados Unidos, como Rusia, Venezuela e Irán, podrían esquivar esos castigos económicos que ahora les hacen transpirar la gota gorda para conseguir productos esenciales que en el mercado internacional sólo se comercian en la moneda verde. Incluso el bloqueo a Cuba, que Trump reforzó desde su llegada a la Casa Blanca, en contra de las promesas de su antecesor, Barack Obama, podría terminar diluyéndose por inocuo.
Aún falta, pero los operadores internacionales saben que esa es la batalla de fondo que se avecina entre Estados Unidos, China y Rusia.
El envenenado, la llegada del Brexit y las expulsiones cruzadas
La historia del envenenamiento del exespía ruso Sergei Skripal y de su hija Yulia mostró capítulos más enrevesados esta semana.
Por un lado, los gobiernos occidentales se sumaron decididamente a la jugada de la premier Theresa May y expulsaron a más de 140 diplomáticos rusos de 14 países de Europa, Estados Unidos y también de Oceanía. En represalia, el gobierno de Vladimir Putin expulsó a unos 300 diplomáticos de 23 países que cumplían funciones en territorio ruso.
Pero mientras los científicos especializados en armas químicas mantienen su desconfianza sobre el informe británico de que los Skripal fueron atacados por Novichock, un compuesto desarrollado en la URSS, la hija del exagente había comenzado a mejorar y según se indicó, ya no está en estado crítico.
Para los investigadores del caso, los Skripal tomaron contacto con el agente nervioso en el domicilio del exespía, en Salisbury. Dicen haber encontrado restos del neurotóxico en la puerta de entrada.
La primera ministro, en tanto, comenzó una gira por las cuatro regiones que componen el Reino Unido: Inglaterra, Escocia, Gales, e Irlanda del Norte. Es el inicio de la cuenta regresiva por el Brexit y el caso Skripal le da un espaldarazo como para por lo menos no ser abucheada en cada visita. Y quizás logre imponer su figura como garante de la unidad nacional, bastante maltrecha luego de un referéndum que dejó una grieta en la sociedad.
A las 23 GMT del 29 de marzo de 2019, la bandera británica dejará de flamear en edificios de la Unión Europea luego de permanecer por 46 años junto al resto de las naciones del continente. «