“Ya no le tenemos miedo al virus, le tenemos más miedo al hambre”, dice una vecina de El Bosque, uno de los barrios populares del sur de Santiago que salió a las calles, pese a la cuarentena, ante la desesperación por la falta de comida. La respuesta: disparos, gases y detenciones de pobladores que respondieron con piedras ante el avance de Carabineros.
La semana que empezó así en Chile, con el hambre irrumpiendo en la televisión, con ollas populares que rememoran la crisis de los 80, con soldados en las calles y represión, terminó con el pico más alto de positivos: 4.276 (solo el viernes; prácticamente un contagio cada media hora). Según números oficiales, el jueves murieron 45 personas por Covid-19, otro récord para un país también sospechado de ocultamiento de cifras.
“Los servicios de urgencia no están pudiendo dar respuesta. Muchos tests no se entregan, porque el Estado le adeuda a la empresa que los realiza y a su vez restringe la información, como así el acceso en varias comunas. Eso provoca aumento de las consultas en los centros médicos, en los cuales se juntan decenas de personas en salas de espera. Las camas están cien por ciento ocupadas, no dan abasto para la población real, como así tampoco los equipos sanitarios. Hay lugares con una enfermera para 60 personas. Chile se escapa de toda norma internacional y aumenta el riesgo de morir de los pacientes”, le dice a Tiempo José Silva, enfermero y estudiante de medicina, quien además participa en un colectivo autogestivo sanitario.
El estallido del 18 de octubre cumplió siete meses y sigue latente pese al paréntesis que impuso la pandemia. La organización popular no se detiene, como así tampoco el aumento de precios, las empresas que dejan cesantes a trabajadores y los niveles de represión. Esta semana fue viral un video de policías tirando en camiones de basura las pertenencias de personas en situación de calle. A la mujer que lo filmó, una docente que se acercó solidariamente y que también había donado ropa, una carpa y comida, se la llevaron detenida.
“Estábamos organizando una olla común. Llegó un paco de civil, y luego 4 más. Nos rodearon, se llevaron a cuatro amigos a la comisaría. Nos botaron la olla”, cuenta otro joven debajo de un casco de bici y un barbijo. Es de La Granja, una de las comunas con mayor tasas de contagio de Covid 19 y la misma en la que su alcalde, Felipe Delpín, dijo: “La gente llora porque no tiene para comer”.
El domingo pasado, en cadena nacional, Sebastián Piñera anunció con una sonrisa de orgullo la distribución de 2,5 millones de canastas de alimentos y productos de limpieza para “el 70 por ciento de las familias”. Pero a las pocas horas, un ministro explicó que en realidad los beneficiarios serían el “70 por ciento del 40 por ciento de las más afectadas”. Luego, incluso hubo otra rectificación oficial y no quedó claro el destino final de esas canastas, que fueron compradas a empresas con vínculos estrechos con el presidente y cuya entrega está siendo televisada en directo por varios canales.
“El gobierno aprovecha esto para dejar de hablar de las violaciones a los derechos humanos e incluso se blinda para no ser llevado a la Corte Penal Internacional”, denuncian diferentes organismos un hecho que pasó inadvertido: un proyecto del ejecutivo para anular posibles querellas internacionales, justo cuando avanzan denuncias contra Piñera por crímenes de lesa humanidad.
También el lunes, sobre un emblemático edificio junto a la Plaza Dignidad, se vio la proyección lumínica en letras gigantes de una palabra: hambre. Al colectivo artístico a cargo de dicha intervención (Delight Lab) le jaquearon su cuenta de Instagram, y los nombres, direcciones y números de documentos de sus integrantes fueron publicados en redes sociales, junto a insultos y amenazas. “Miserables”, dijo de ellos un diputado. Al día siguiente, el grupo quiso proyectar otra palabra, pero desde un camión con protección oficial enfocaron unas luces blancas que impidieron hacer legible el mensaje: humanidad