El 18 de octubre de 2019 la historia chilena tuvo un giro inesperado. Las y los “cabros chicos” saltaban los molinetes del subte por el aumento del boleto y prendían la mecha detonando un imparable volcán de rabia acumulada. Como no eran 30 pesos sino 30 años de injusticias, se rompió el dique de contención y crujió todo el edificio neoliberal, pionero y modelo en América Latina, que tan fastuoso siempre habían propagandizado. Fueron cuatro meses de multitudes en las calles, barricadas insurgentes e impugnación plebeya al statu quo sintetizado en la idea fuerza del “Chile despertó”, hasta que la pandemia apaciguó la efervescencia y el espíritu destituyente se encauzó en un proceso constituyente que terminó en un rotundo fracaso.

A cinco años del estallido social, el saldo de aquel proceso luce difuso, contradictorio, con la amarga sensación de que el sistema logró reciclarse con algunos cambios cosméticos (el famoso cambiar algo para que nada cambie), con las fuerzas populares desarticuladas, un gobierno que no estuvo a la altura de las expectativas y la irrupción de una extrema derecha que se relame para ampliar a Chile el auge de la internacional reaccionaria.

Un lustro después, en la disputa de sentido sobre el significado del estallido han ganado fuerza las usinas del pensamiento conservador y su demonización de las protestas, reduciéndolas a puros actos de “vandalismo”. Si en diciembre de 2019 un 55% decía haber apoyado las manifestaciones, esa cifra hoy es de apenas un 23%, según una encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP).

Al otro lado de la cordillera, la derecha y su maquinaria mediática también se imponen en la tan mentada batalla cultural. Hace unos días, más de 60 organizaciones sociales y de derechos humanos chilenas advirtieron que “se intenta imponer un relato negativo del estallido social, calificándolo de ´estallido delictual´ para deslegitimar toda forma de protesta y estigmatizar a quienes participaron”.

Consultada por Tiempo, Doris González, coordinadora del espacio de mujeres ENAMUP e integrante del comité central del Frente Amplio, analiza que esto “tiene que ver también con cierto hastío de la sociedad porque las demandas no han sido satisfechas. Fuimos millones en las calles reclamando mejores pensiones, salud digna, educación, vivienda de calidad y mayor justicia social y después de cinco años no ha pasado nada, entonces el fenómeno de la baja aprobación tiene que ver con esa desazón”.

La narrativa que criminaliza aquel ciclo de lucha callejero se complementa con la invisibilización de la represión que, durante esos meses, dejó 34 muertes, unos 3.500 heridos y más de 400 personas con trauma ocular severo.

Según un informe de Amnistía Internacional, de los 10.142 casos que se abrieron por violencia policial, solo el 0,42 % de las investigaciones concluyeron. Para Rodrigo Bustos, su director ejecutivo, “fueron las más graves violaciones a los DDHH cometidas desde el fin de la dictadura”.

El comunicado de las organizaciones responsabiliza al presidente Gabriel Boric de “desestimar su compromiso de realizar una reforma profunda de Carabineros, respaldando además férreamente a su Director General, Ricardo Yáñez Reveco, imputado en numerosos procesos judiciales”.

De las barricadas a las urnas

Giglia Vaccani, directora del medio El Desconcierto, aporta su balance: “A cinco años, se refleja una fatiga social y un agotamiento con la clase política y de todo ese proceso. Hoy hay un estado de incertidumbre más vinculado al tema económico y al tema de la seguridad. Y diría que se percibe un desgaste también del discurso progresista y de las constantes divisiones de la izquierda, lo que ayudó a que la derecha se haya posicionado enarbolando el concepto de la seguridad y la mano dura”.

 Vaccani también destaca como clave en la reconfiguración del escenario “los dos fracasos constitucionales que han sido terriblemente desgastantes”. Un proceso que arrancó en noviembre de 2019 cuando el establishment tambaleaba y tuvo que negociar el camino hacia una nueva Carta Magna que reemplazara a la de Pinochet.

Pero el paso de la calle al palacio resultó tumultuoso, y los dos intentos constituyentes (el primero hegemonizado por la izquierda y el segundo por la derecha) terminaron con el rechazo en las urnas.

La frustración por no haber podido arrancar las raíces del andamiaje institucional heredado de la dictadura y la decepción por las promesas incumplidas de Boric, que a poco de asumir decidió recostarse en la vieja Concertación, potenciaron el reflujo del campo popular.

Doris González, de larga trayectoria en el Movimiento de Pobladores Ukamau, relata que “luego de la derrota del plebiscito en 2022 se produjo una dispersión y desarticulación del movimiento social. El repliegue fue tan profundo que en la actualidad, por ejemplo, el movimiento estudiantil es inexistente en el campo de las disputas y no hay una articulación de las organizaciones que incluso previo a 2019 generaban acciones masivas y coordinadas”.

Las fallidas experiencias constituyentes, sedimentadas por campañas sucias pero también por desaciertos propios, decantaron en este presente sombrío. Para Manuela Royo, historiadora y exconstituyente, “A cinco años, nos debemos muchas autocríticas pero sin duda tenemos que partir de que las razones estructurales por las cuales se ocasionó el estallido social siguen vigentes, hay un malestar que sigue presente. Y, como en otras partes del mundo, esto abrió paso al ascenso de la ultraderecha, lo que además hizo que el progresismo corriera su brújula hacia la profundización de condiciones neoliberales, con un discurso criminalizador y securitista”.

A cinco años de aquella histórica rebelión popular, queda claro que los sueños de transformación no lograron colarse en la institucionalidad. Pero tal vez sea cuestión de tiempo hasta que, más temprano que tarde, esa desesperanza se vuelva a manifestar en las calles.