A pocas horas de la votación, la campaña estadounidense mató otra certeza. Así como se revelaron quiméricas las ideas de que Hillary Clinton marchaba hacia una coronación lisa y llana en las primarias demócratas, de que Donald Trump no aguantaba tres rounds de las primarias republicanas, de que éste se derretiría antes del frío de noviembre, James Comey, jefe del FBI, hizo rodar por tierra la idea de que el candidato del peinado imposible había sido abandonado por el establishment de su partido.
Bajo la amenaza de que el que ríe último ríe mejor, este republicano, que no es el único que ejerce funciones ejecutivas en el gobierno Obama, descargó sin el menor disimulo toda la munición que tuvo a su disposición sobre la estólida candidatura del oficialismo. Se puede especular largamente sobre los objetivos que persigue la decisión del FBI dirigido por Comey de reabrir la investigación sobre el uso por Hillary de un server privado para enviar mails en su condición de Secretaria de Estado. Casi como un calco del juez brasileño Sergio Moro filtrando a la prensa la grabación ilegal de una conversación telefónica entre la entonces presidenta Dilma Rousseff y su predecesor, Comey envió una carta al Congreso anticipando su intención, la que fue raudamente puesta en circulación por uno de los más vehementes gladiadores del trumpismo, el diputado Jason Chaffetz. Al igual que en Brasil, la filtración torció de inmediato el rumbo de la conversación pública y las encuestas no tardaron en registrar cómo el apoyo blando que según las encuestas mantuvo a la demócrata al frente de su contrincante republicano empezaba a gotear.
La partida, que tantas veces pareció estar liquidada, volvió a estar súbitamente abierta, gracias al quinto de caballería más inesperado. Comey demostró de manera fulgurante que Trump tenía reservas en el corazón mismo del poder republicano, que poco importaban las deserciones de la facción de sangre azul del partido, que bastaba un alfil ubicado en el corazón mismo del estado para hacer trastabillar a una candidata que no logró transformar su experiencia en un vínculo fuerte con las mayorías.
El destape del FBI como comodín no sólo transformó la campaña en un tembladeral, sino que deja una nube oscura y densa suspendida sobre una Casa Blanca que igualmente podría hospedar a Hillary Clinton a partir de enero próximo: Comey tiene por delante un mandato de siete años al frente de la poderosísima policía federal estadounidense. Más aún, en el escenario posible pero improbable de que el inquilino allí termine siendo Trump, la acción de Comey hace inquietantemente palpable la amenaza del republicano de mandar a la cárcel a su contrincante en caso de que le toque ganar.
Un agente anónimo del FBI, le dijo al londinense The Guardian que su agencia de seguridad era Trumplandia. La jugada, sin embargo, mira más allá de Trump. Sin dudas, hacia los candidatos republicanos al Senado, a la Cámara de Representantes y a las gobernaciones estaduales que hace sólo dos semanas se hundían con Trump de lastre y que ahora serán los únicos beneficiarios casi seguros de este latigazo in extremis.
La vigilia de 48 horas que queda por delante se podrá saldar con un triunfo de los demócratas, pero con una cámara baja casi asegurada por los republicanos, con un Senado en el mejor de los casos controlado por ellos por una cabeza y sobre todo, con un aparato de seguridad que acaba de mostrar los colmillos y que no parece tener intención de aceptar con docilidad a una mujer comandante en jefe. «
* Coordinador del Programa de Política Internacional del Laboratorio de Políticas Públicas