Cómo seguiría la historia si un día, cualquier día, los argentinos despertaran con la noticia de que su presidente, democráticamente electo pero tan autoritario como el peor de los emperadores, ordenara una cacería humana que en 24 horas terminara con la detención de 16.000 personas. Para Argentina es pura ficción, pero eso pasa en El Salvador todos los días, desde el 27 de marzo, cuando se registraron 2.613 nuevos presos que, proyectados a la población argentina, dan aquella fantástica cifra. Las víctimas del presidente Nayib Bukele son miembros, reales o imaginarios, de las pandillas que aterrorizan a una población que sobrevive en medio de una histórica crisis. ¿Pueden haber surgido, de golpe, tantos miles de asesinos? En la visión oficial salvadoreña sí, y Bukele les anticipó que seguirán encerrados sine die, sin juicio ni buen trato..
La política de exterminio de Bukele, más unas supuestas negociaciones secretas con las maras –a las que les habría dado el oro y el moro a cambio de que mataran un poco menos– llevaron a que el gobierno exhibiera al cierre de 2021 unos números de ensueño: solo 1.140 asesinatos, 18 por cada 100 mil habitantes, una tasa aterradora para el mundo pero envidiable para El Salvador. En 2015 se habían registrado 6.656 homicidios (106 por cada 100 mil personas). Tras esos números apocalípticos, El Salvador mostró hasta el año pasado un índice decreciente, favorecido en parte por el encierro ciudadano al que llevó el COVID-19. Bukele insiste en que los números atenuados llegaron gracias al Plan de Control Territorial (PCT) de su autoría. Pero él está en el cargo desde junio de 2019.
Lo cierto es que ahora las cosas cambiaron. Este año los números venían bastante bien, con “apenas” 36 crímenes en la primera quincena de enero y un promedio sostenido, auspicioso dijo Bukele, de dos por día. Hasta que al cierre de marzo los indicadores volaron. El viernes 25 se registraron 14 muertos en 12 de los 14 departamentos del país. El sábado fue el peor día de la historia desde los años de la guerra civil (1980–1992), con 62 fusilados en todo el territorio. El domingo 27 otros 11 muertos llevaron el total a 87, y hay quienes creen que las cifras están dibujadas. A partir de entonces, Bukele apeló a lo que mejor sabe hacer: la aplicación de mano dura, durísima, sin mirar sobre quién caen las manoplas ni a quién esperan las mazmorras.
Nadie cuestiona que Bukele se valga de cualquier medio para combatir a las maras y, de paso, reivindicar a su PCT. Lo que sí rechaza la oposición es la forma compulsiva con la que forzó al Congreso a votar un estado de excepción que deja al país al borde de una dictadura. Y que luego decretara un llamado “cierre de cárceles” que viola los derechos humanos de punta a punta. Eso es lo que piensa la oposición, pero no lo que dice la sociedad, a la que el presidente, como experto que es en las artes y en las malas artes del marketing, ha volcado decididamente hacia él. En 2019 llegó al gobierno con el 53% de los votos y hoy lo respalda casi el 70% de la población. Para ello ha contado con los buenos oficios de las propias maras. La Salvatrucha, la Sureña y la Revolución tienen aterrorizada a la sociedad con sus horrendos crímenes.
Con argumentos rayanos con el grotesco –las maras “han cometido la barbarie cruel de aumentar los crímenes”–, el presidente logró instalar el estado de excepción, una figura constitucional pensada para los casos de agresión externa, guerra interna, invasión extra continental, rebelión, sedición, catástrofe, perturbación del orden público, epidemia y otras calamidades. Durante su vigencia se suspenden, entre otros, la libertad de asociación, el derecho de defensa, los límites al período de detención de cualquier ciudadano sospechoso y la inviolabilidad de la correspondencia. El gobierno de Estados Unidos, la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) y la Human Rights Watch celebraron que la libertad de prensa no esté formal y expresamente congelada.
El digital El Faro, el único opositor consecuente y comprometido, no coincide con los insignes elogiadores de Bukele. Desde 2019, cuando una investigación de su autoría probó en todos sus detalles que, apenas instalado en el gobierno, el presidente negociaba con las maras, secretamente, el periódico sufre sistemáticos embates oficiales. Se defiende con sus editoriales, denunciando, como en este del 28 de marzo: “El engaño del Plan de Control Territorial ha terminado con un baño de sangre inédito y el grupo que gobierna detrás de Bukele ha recurrido a los trucos de siempre para hacer frente a la crisis: el histrionismo mediático y la mentira para ocultar la improvisación”.
Con la única oposición de El Faro y algunos legisladores, y con el silencio internacional como aliado, Bukele se desbocó. Por Twitter, sólo por Twitter, fue ordenando cada uno de sus atropellos y cada una de sus amenazas. “Director Osiris Luna, que en todos los penales de seguridad y de máxima seguridad todas las celdas permanezcan cerradas todos los días, durante las 24 horas; que nadie salga al patio, que nunca más vean el sol. Que se les retiren las colchonetas y las cosas de limpieza de las celdas, que se clausuren las puertas con chapas metálicas bien soldadas”. A los pandilleros –rehenes en este momento–, les dijo: “Recuerden que tenemos a 16.000 de ustedes en las prisiones, no los vamos a liberar, no les vamos a permitir que algún día vuelvan a ver el sol, y la comida desde ahora es racionada”. Y amenazó: “Paren de matar ya, o ellos también van a terminar en una tumba”.
Las víctimas no son rubias ni de ojos celestes
Será que los ojos mundiales sólo están para mirar qué pasa en Ucrania, o para ver qué dicen que pasa en el Este europeo. Sea como sea, aquí nomás, en la brutalizada Centroamérica, la violencia se está volviendo terrorismo de Estado y nadie dice nada. Y otra democracia se detuvo al borde del abismo y nadie dice nada. Ni quienes tendrían que estar preocupados, como la ONU y la OEA que conduce Luis Almagro. O quienes se sienten con derecho a todo, como Estados Unidos y la Unión Europea. O los expendedores de certificados de buena conducta y mal olor, como Reporteros sin Fronteras. Nadie dice nada. El ignorado es El Salvador, una tierra donde las víctimas no son rubias y tampoco tienen ojos celestes.
Vaya a saberse por qué, pero las ilusas miradas se posaron en Estados Unidos, el capataz histórico de la región, que había dado una tímida señal. Aunque ya venía con la frustrada experiencia de ser entre 2009 y 2017 el vicepresidente y no haber hecho nada por nadie, Joe Biden asumió en enero de 2021 la titularidad de la mayor potencia con la idea de que todo en este mundo es como soplar y hacer botellas. Fue bajo ese lema, sin embargo, que el año pasado mandó a su vice, Kamala Harris, a ojear el tórrido Triángulo Norte centroamericano (El Salvador, Guatemala y Honduras). La mandó con unos dólares en la cartera para repartir –aunque jamás repartió nada– y acabar con una crisis estructural que la Casa Blanca cree alegremente que es un producto de la corrupción y la violencia, que en realidad son el resultado y no la causa. Y allí renació la crisis, con su peor cara.