Seis meses le llevó a Joe Biden conseguir que los republicanos del Congreso levantaran el bloqueo que le habían impuesto al personaje elegido por el presidente para conducir las relaciones con los países de América Latina. Durante un octavo del mandato presidencial, el cargo del segundo más importante de la diplomacia norteamericana –el Subsecretario de Estado para Asuntos Occidentales– estuvo vacante. El lunes 13, al fin, Brian Nichols fue designado por unanimidad y aclamado de pie. ¿Qué pasó para que los republicanos saltaran súbitamente del odio al amor? Simplemente que sacaron a relucir lo que es una marca registrada del partido de Donald Trump: mostrar los dientes y marcar la cancha, porque su pasado dice que Nichols se parece más a uno de los suyos que a un diplomático.
Que se sepa, ningún gobierno de la región, ni los ex presidentes que fueron sus anfitriones en Perú, Colombia, El Salvador, México o Indonesia, saludaron la designación de Nichols. A cinco días de que la región empezara a delinear lo que puede ser el principio del fin de la Organización de Estados Americanos (ver aparte), fue Luis Almagro, el secretario general del organismo, el único que le dio la bienvenida. Con una presteza única, menos de dos horas después de que resonara el aplauso final en el recinto del Senado norteamericano, el sujeto que promovió el último golpe de Estado en Bolivia le dio su elocuente bienvenida. “Espero con ansias –dijo– continuar la estrecha asociación entre Estados Unidos y la OEA para imponer más democracia, más derechos humanos y más seguridad en las Américas”.
Después de Terence Todman en 1977, hace 44 años, Nichols es el primer negro que llega tan alto en el escalafón del Departamento de Estado, un cuerpo “excesivamente clasista”, al decir de Nicholas Kralev, fundador y director de la Washington International Diplomatic Academy (WILA), uno de los analistas diplomáticos más reputados de la capital de Estados Unidos. “Como oficiales negro y asiático-estadounidense, respectivamente, Nichols y Kam, su mujer también diplomática, representan pequeñas minorías en nuestro servicio exterior. Los oficiales negros sólo son el 7% de nuestros diplomáticos y los asiático-estadounidenses un poco menos del 6%, según los datos del Departamento de Estado dados en 2018”, escribió Kralev en su libro “Diplomáticos en las trincheras”.
En un artículo periodístico de abril pasado, días después de la nominación de Nichols, el director de la WILA insistió en señalar que “las amenazas terroristas y otros desafíos de seguridad” marcaron los primeros años de la estadía americana del ahora Subsecretario de Estado. Nichols llegó a Perú semanas antes de la asunción de Alberto Fujimori (1990), y además de ser el encargado de monitorear el uso de los recursos asignados por Estados Unidos para la implementación del terrorismo de Estado, su vida allí transcurrió más en los casinos militares que en los salones diplomáticos. Su segundo destino fue Bogotá, donde desplegó la misma agenda y coordinó la entrega de gran parte de los 10.000 millones de dólares otorgados en el marco del Plan Colombia, bajo la forma de “asistencia militar”.
Después de cumplir funciones “eminentemente políticas” en El Salvador y México, cuando la seguridad mundial entró en crisis tras los atentados de setiembre de 2001, Nichols ancló en Indonesia, donde se erigió en el gran consejero de la presidenta Megawati Sukarnoputri. En su primer año en Yakarta se registraron dos episodios terroristas de la peor violencia. Primero, un grupo próximo a Al Qaeda hizo volar un club nocturno de la turística Bali. Murieron 202 personas, entre ellas siete norteamericanas y 88 australianas. Después la violencia se trasladó directamente a la capital, donde el grupo Jemaah Islamiyah detonó varias bombas en el Hotel Marriot.
Es a partir de esos primeros años del milenio en Indonesia que Nichols asume públicamente cuál ha sido su verdadero rol en el cuerpo diplomático. “Después de esas masacres –relató para el libro de Kralev– la presidenta finalmente comprendió la gravedad del problema y ya no pudo ignorar nuestras sugerencias de acción y nuestra exigencia de comenzar a desarrollar capacidades antiterroristas. La embajada –agregó– trabajó para darle las herramientas y enjuiciar a los responsables de esos y otros ataques, y para establecer una unidad policial antiterrorista similar a la que habíamos impulsado en Colombia” (se refiere a los escuadrones paramilitares y otros instrumentos del terrorismo de Estado desarrollados durante los gobiernos de Álvaro Uribe, entre 2002 y 2010). El nuevo subsecretario de Estado se ha encargado de destacar que en todos los destinos en los que le tocó intervenir se ha preocupado por ser un efectivo interlocutor de los gobiernos y, a la vez, “interactuar con los distintos estamentos de la sociedad civil para hacer pesar nuestras opiniones en aquello que pueda significar riesgo real o potencial para la seguridad nacional de mi patria”. Durante las audiencias ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, reivindicó con insistencia su tarea de acercamiento a aquellos “estamentos” de la sociedad. “Trabajamos, y hemos asistido de todas las formas, con organizaciones religiosas de todos los credos, con medios de comunicación, universidades y otros para que las sociedades nos tomen como referencia ante la amenaza del extremismo y del terror”.