Un gigantesco Paulo Freire mira al cielo desde un mural de unos 100 metros coloreado sobre un edificio en el oeste de San Pablo. La catarata de autos que circulan por la Avenida Pacaembu se topan con la palabra “esperanzar” escrita debajo de su rostro, término que acuñó el mítico educador popular para transformar en verbo la necesidad de tener esperanza desde la acción y no desde la espera. En esa anda buena parte del pueblo brasileño, activando en todos los frentes y jugando las últimas fichas en la previa de la jornada electoral más importante en décadas, la que podría ponerle un freno a la deshumanización bolsonarista.
La sensación que predomina en la atmósfera —en las calles, en todas las encuestas y en la mayoría de los análisis— es que Lula va a ser el próximo presidente del Brasil. Y lo que parecía una posibilidad remota de que lo consiga en primera vuelta (debe sacar más del 50%), en la última semana se tornó más probable. Nadie gana antes de jugar, y la predecibilidad viene escaseando en las urnas latinoamericanas, pero varios factores se conjugaron para que asome un nuevo cambio de época en el gigante del sur.
Que eso suceda este domingo dependerá de que Lula imane el “voto útil” de electores de las terceras opciones y que haya una alta participación, es decir, que se logre interpelar a ese gran universo apático y despolitizado. Porque por fuera de las movidas puntuales de campaña y del espectro militante unificado en el fervor lulista, parece escasear la efervescencia electoral; no se percibe un clima de entusiasmo en las multitudes que circulan en la mega urbe paulista o en las desordenadas calles de Río, ni en las conversaciones casuales en bondis, taxis y bares donde se habla más de la final entre el Flamengo y el Corinthians.
Las claves del neo-lulismo
Las manos giran y el gesto de la pistola típico de Bolsonaro muta a la L de Lula. La viralizada campaña del “vira voto” protagonizada por artistas fue uno de los tantos aciertos que emparejaron la batalla en redes sociales, donde el bolsonarismo la rompió en 2018. Ahora, buena parte del mundo musical se la jugó por Lula, desde los históricos Caetano Veloso y Chico Buarque hasta la súper popular Anitta o el cantante drag queen Pablo Vittar, pasando por la propia Xuxa.
Los sondeos ratifican que Lula arrasa en la población negra y en las mujeres. También que logró recuperar a sectores de clase media, sobre todo jóvenes, esquivos al PT en los últimos años; una muestra fue la reciente edición del tradicional (y costoso) Rock in Rio, donde en cada jornada se agitaba el “Fora Bolsonaro”.
Pero quizá la principal razón del caudal de intención de voto a Lula tiene que ver con la amplitud de su coalición, que incluye a los movimientos populares y partidos de izquierda como el PSOL y también a sectores de centro o centro-derecha como el candidato a vice Geraldo Alckmin. Y que la élite tradicional no logró instalar una tercera vía y buena parte de ella prefirió apoyar a Lula que al impredecible Bolsonaro. Un espaldarazo ratificado el martes pasado, cuando el líder del PT cenó con 100 de los principales empresarios del país.
La minoría rabiosa
Este panorama preliminar se explica también por el fuerte rechazo que cosechó Bolsonaro tras cuatro años de pésimo gobierno, con grandes retrocesos en salud y educación, un ridículo negacionismo de la pandemia y una gestión económica que llevó a que 33 millones de personas hoy estén pasando hambre. Una cruda realidad omnipresente en el paisaje urbano, poblado a cada paso con personas en situación de calle.
El derrotero de su campaña no ofreció nada nuevo: ataques constantes al sistema electoral, a los jueces, a los medios, al “comunismo” y a la “ideología de género”; noticias falsas y mentiras permanentes; y la amenaza de no reconocer los resultados. En sus actos y caravanas motoqueras participan mayormente hombres blancos y mayores, el mundillo del agronegocio, las milicias paramilitares y su base social evangélica. Mucha gente, ciertamente. Un núcleo duro fanatizado estimado en el 25% de la población que arropa esa mentalidad conservadora, machista y racista, que siempre existió pero que encontró un liderazgo en los discursos de odio y la gestualidad belicista de Bolsonaro.
“El pueblo armado jamás será esclavizado”, repite el presidente. Una retórica militarista que es, además, un gran negocio que maneja su hijo Eduardo importando armas desde EE UU, el mismo que convocó a los portadores de armas a sumarse como “voluntarios” en la campaña. Gracias a la flexibilización de las normas impulsada por el presidente, desde 2018 se triplicó la población civil armada.
Y el tipo cosecha tempestades. La violencia política fue una constante en la campaña: solo en las ultimas semanas tres simpatizantes de Lula fueron asesinados por seguidores bolsonaristas. Se teme que, en caso de haber balotaje, esta violencia escale aún más para atemorizar y desincentivar el voto a Lula.
Mucho se habló de una posible aventura golpista a lo Trump en el Capitolio. Si bien no se puede descartar algún escenario de caos y desestabilización, no parece haber condiciones para un golpe. No tendría el respaldo de la élite local, ni de los grandes medios y, lo central, no tendría el visto bueno de Biden. Y nunca hubo un golpe en Latinoamérica sin el apoyo estadounidense.
Aquel golpe que derrocó a João Goulart inauguró el período de las dictaduras en el Cono Sur. Medio siglo después, Brasil vuelve a ser pionero con la irrupción del neofascismo gobernando. De ese tamaño es la importancia de estas elecciones: se trata, nada menos, que de ponerle un freno al avance de la extrema derecha en América Latina. En eso trabaja el pueblo brasileño, esperanzando. «