Los gritos emancipatorios forman parte esencial de los capítulos de la historia Brasileña. El Grito de Independencia en 1822; el Grito Republicano en 1889; el Grito por el Petróleo en 1942; el Grito Democrático en 1985; y el Grito contra el Hambre en 2002, consigna que impulsó Luiz Ignacio Lula Da Silva cuando asumió como presidente, y que logró unir al pueblo, incluso al mundo, en su lucha por sacar a millones de personas de la indigencia.
Lamentablemente, en los festejos por el Bicentenario del “Grito de Ipiranga”, ese hecho donde Pedro I decidió quedarse en Brasil e independizarlo de Portugal, la Unidad del Pueblo no se logró por el odio mezquino e intolerante de Jair Bolsonaro, que no pudo ser presidente de la Nación y se manifestó cómo líder de una banda de «amigos» que considera «enemigos» a sus opositores, siguiendo el pensamiento de Carl Schmitt, intelectual que inspiraba al nazismo.
Esa arenga provoca el accionar asesino de fanáticos que ejecutaron la muerte de militantes de izquierda, como sucedió con Mariel leFranco en 2018 y lamentablemente en estas elecciones, que ya llevan dos petistas muertos; el último a manos de un manifiesto Bolsonarista en el marco de las movilizaciones en Mato Grosso por el Bicentenario de la Independencia.
Lula se mostró conmovido por la muerte de su simpatizante y compañero de partido durante su actividad electoral en las calles de San Pablo. Responsabilizó a Bolsonaro por su discurso de violencia y, por el contrario, con un planteo superador, llamó a una convergencia por la Democracia en Brasil, donde la convivencia política implique considerar «adversario» a quienes piensan diferente, como sostiene Chantal Mouffe, una prestigiosa politóloga belga.
La arenga bolsonarista pone en vilo la democracia brasileña porque alienta a desconocer la voluntad popular en tanto no acepte su concepción de país, y propicia la violencia al llamar a la intervención de los militares para evitar que se consume el resultado de las urnas, al igual que en el golpe de 1964.
Por suerte, a pesar del amedrentamiento fascista, la infatigable militancia de las organizaciones sociales y políticas no se acalló y realizó el Grito de los Excluidos a lo largo de todo Brasil, incluso logrando que en algunas ciudades se deje por un momento las banderas, amarillas del bolsonarismo y las rojas del petismo, y luchen por la unidad del pueblo. Un grato ejemplo que da esperanzas para recuperar la democracia brasileña.
Porque desde la destitución de la expresidenta Dilma Rousseff y con la proscripción de Lula en las elecciones de 2018, el pueblo brasileño no puede expresarse democráticamente, quedando subsumido al arbitrio de los poderes fácticos del país, que hoy no pueden contener la derrota electoral de Jair Bolsonaro y muestran sus dientes autoritarios para condicionar o hacer caer al futuro gobierno.
Si bien las encuestas muestran una clara ventaja de más de 15 puntos en primera vuelta de Lula sobre Bolsonaro, es remota la posibilidad de evitar un balotaje. A eso apuestan algunos sectores del establishment, que apelan al antipetismo del centro político para lograr un batacazo, aunque en ese electorado subyace una crítica a Bolsonaro que hoy aseguraría la consagración de Lula como nuevo presidente de Brasil.
Sin embargo, el principal desafío de Lula va a ser sostener la democracia si logra la victoria, ya sea en primera vuelta el 2 de octubre o en segunda vuelta en un decisivo domingo 30. El bolsonarismo busca apelar al resultado ajustado que muestran las encuestas para desconocer la realidad y aventurarse a un desquicio político de un golpe de Estado.
Ante la violencia política, Lula apuesta al diálogo. Con la firme convicción de vencer a Bolsonaro, incluso sin la preocupación de hacerlo en segunda vuelta. Por el contrario, considera que un enfrentamiento cara a cara permitirá mostrar claramente al pueblo la diferencia de proyecto político y la firmeza entre una propuesta que apuesta al grito y un Brasil para todos. «