La mayoría de los grandes medios corporativos ha comenzado a juzgar sin piedad la joven gestión de Jair Bolsonaro. Llama la atención, claro, porque durante los meses previos a la elección que lo llevó a la presidencia, la crítica estuvo ausente, sesgada o manipulada. Lo que sigue son tres ejemplos que ilustran este momento.

Uno de los primeros en alterar la trayectoria del discurso sobre la realidad brasileña fue el diario El País con el artículo titulado “Mourao, el moderado”. La columnista, además de perfumar la figura del general que ocupa el cargo de vicepresidente, se encargó de ilustrar la desastrosa gestión de Bolsonaro durante sus primeros 30 días. El escándalo de corrupción que rodea a su familia, el triste papel jugado en el último Foro Económico de Davos y su “infantil” respuesta al exilio forzado del primer diputado abiertamente gay del país fueron los temas elegidos para la sagaz crítica.

“Lo que pasa es que ahora Bolsonaro es presidente. Sería bueno que Jair se acostumbrara, pero Jair no se acostumbra. Aún cree que está haciendo campaña y que seguirá ganando a base de gritar en las redes sociales”, escribió la autora, como sorprendida de que un personaje sin características de estadista no se convirtiera mágicamente en uno.

El segundo ejemplo de sincronización tardía entre los grandes medios de comunicación y el escarnio contra Bolsonaro nos lo trae el perio-propagandista Brian Winter, editor en jefe de la revista American Quarterly, principal órgano de propaganda del American Society/Council of the Americas (AS/COA – Fundación Rockefeller). La tarea principal de dicha publicación es promover los intereses de los capitales estadounidenses en nuestra región. Entre sus socios corporativos se encuentran no sólo los más importantes bancos, empresas extractivas y gigantes tecnológicos, sino también las principales plataformas periodísticas y redes sociales como Bloomberg, Reuters y Twitter.

La mutación de Winter fue asombrosa. Pasó de priorizar la corrupción en el gobierno de Lula, el crecimiento de la violencia en Brasil y el sacrosanto accionar del juez Moro a esto:

“La peor recesión brasileña (y su peor recuperación) siempre apunta a problemas profundos: baja productividad, inversión abismal, mala educación, absurda burocracia, comercio insuficiente, etc.

Pero seguro que los chicos siguen hablando de «globalismo» e «ideología de género».


¿Será que tenemos otro caso de periodismo ingenuo? Después de enaltecer a Bolsonaro como el out-sider de moda que combatiría el crimen, la corrupción y el izquierdismo burocrático de la mano de la represión y la ortodoxia de Wall Street; de promocionar la “beneficiosa inserción en el mundo” al cual conllevaría el alineamiento con Donald Trump y de insinuar que a los brasileños no les importa el retroceso de la democracia. “Después de la crisis de los últimos años, muchos brasileños ven a la democracia como un sinónimo de caos, corrupción e indulgencia con los delincuentes” (…) a la gente simplemente no le importa”, dice.

Winter parece sospechosamente decepcionado: los superhéroes se convirtieron en simples “guys” (chicos) que no supieron transformar una campaña artificial basada en metadatos, en una gestión seria. Inesperado.

El último ejemplo de despertar consciente proviene del New York Times (NYT), más lúcido que nunca sobre el rol de algunos jueces en la elección de Bolsonaro y la complicidad de Sergio Moro, actual superministro de Justicia, en la eliminación del candidato más popular de la carrera electoral ocurrida hace cuatro meses: el aún preso, Luiz Inácio Lula da Silva.

Con buen timing, el NYT publicó, hace algunos días, “Sergio Moro y el uso político de la justicia”, donde destaca la evidente parcialidad de la reforma judicial presentada por Moro en el Congreso, a quien también reprocha el mutismo en relación a los casos de corrupción contra Bolsonaro que ahora inundan los más importantes portales de noticias.

La transformación es manifiesta. Del relato editorial sobre el contexto de la contienda electoral, con datos aparentemente objetivos (la operación Lava Jato, un ex presidente preso por corrupción, una ex presidente destituida, un presidente investigado y el apogeo del crimen violento), como terreno fértil para la asunción del “repulsivo” pero novedoso Bolsonaro a las afirmaciones más censuradas del 2018.

Además de frases como «la condena a Lula da Silva sin evidencia directa de cometer actos ilícitos», nos encontramos con que al autor le parece «justo» que, a 5 años de comenzar el Lava Jato, se examine su legado: “sus principales figuras no están en prisión y la percepción de la corrupción ha aumentado”. El New York Times descubrió América.

Si bien el artículo expone un punto de vista realista sobre el entramado discursivo que atrapó en mil redes a los brasileños, resulta necesario destacar la ausencia de este tipo de argumentos en ejemplares previos a que Jair Bolsonaro se convirtiera en presidente.

A propósito de la detención de Lula, el consejo editorial de este medio decía que “los jueces como Sergio Moro, quien encabeza el proceso judicial Lava Jato, demuestran que Brasil sí tiene las instituciones y los medios para enfrentarse a los malhechores más poderosos –y populares–!.

El falso anti-sistema

Resulta interesante cómo, durante 2018, los grandes medios direccionaron sus posiciones sobre Bolsonaro hacia lo que, precisamente, constituía el principal soporte de su campaña propagandística. Las críticas dirigidas a denostar sus rabietas contra la democracia, su misoginia, su homofobia y su racismo no lograron ensombrecer su figura; más bien todo lo contrario, allanaron su camino al éxito.

¿Por qué la estrategia electoral de Bolsonaro se nutrió de todas las opiniones que los medios de comunicación emitían hacia su figura, incluso de las más adversas? Porque todas las voces, a favor y en contra, coincidían en una premisa: Bolsonaro era un anti-establishment. Y si seguimos el itinerario de esta metodología por el mundo occidental de los últimos años podremos notar que el posicionamiento de los pretendidos “anti-sistema” viene de la mano con otra idea inoculada como un virus destinado a convertirse en pandemia: la noción del “enemigo interno”.

No es casualidad que, ante un escenario de pérdida de condiciones de vida entre el sector social más vulnerable pero mayoritario, las clases dominantes busquen presentar a una figura de una forma que no es con el fin de tergiversar la verdadera agenda a implementar. Este tipo de propaganda política, cuyos eslóganes nuevos tratan de esconder con relativa eficiencia su óxido histórico, se reproduce con la intención de trasladar la “culpa” de este retroceso a las minorías y a los dirigentes políticos que promueven la redistribución de la riqueza.

Los judíos, los gitanos, los socialdemócratas y los comunistas eran los “enemigos internos” de una Alemania en crisis que necesitaba justificar “el sacrificio” de los trabajadores y el pueblo en pos de la expansión de su burguesía nativa. Los gays, las feministas, los negros, los izquierdistas del PT son los “enemigos internos” de un Brasil en crisis que necesita profundizar los planes de austeridad ordenados por el Departamento de Estado de Estados Unidos y sus corporaciones.

Otros ingredientes no menos importantes se utilizaron en la receta para un Bolsonaro ganador. La ausencia de críticas sobre el programa económico que este aplicaría, es decir, la garantía de que lo sustancial de la crisis brasileña permanezca e incluso empeore fue sustituida por furiosas diatribas contra la “corrupta gestión del Partido de los Trabajadores”, sumada a una intencional extrapolación de los índices de violencia y criminalidad y a la curiosa omisión del rol de Estados Unidos en la ofensiva “pro-transparencia” (lawfare).

¿Qué publicarían los “cautos” que se cuidaron de esgrimir las palabras golpe-de-Estado para retratar el proceso venezolano actual, si Estados Unidos lograra partir el ejército nacional y la guerra civil fuera un hecho? ¿Hurgarían en el inexplorado “making of” de Juan Guaidó? ¿Harían alusión a su titiritezca figura con frases del estilo “una cosa es organizar la ayuda militar de una potencia y otra muy distinta es gobernar”?

Hay que reconocerlo. Resulta difícil analizar las múltiples ramificaciones y vericuetos de la propaganda política que emana de los principales centros formadores de opinión. En la era de la posverdad el eufemismo manda y sólo una sesuda y paciente lectura puede adentrarnos en el submundo de la realidad.