La noticia sorprende porque en casi 14 años en el gobierno, Evo Morales se había acostumbrado a reventar las urnas. Cuando ganó la presidencia por primera vez, en 2005, llegó a casi el 54 por ciento; en el referéndum revocatorio de 2008 -en plena crisis con Santa Cruz de la Sierra- sacó el 67; en las presidenciales de 2009 el 64 y en 2014 el 63. Solo hubo un traspié en el referéndum de 2016, cuando perdió la consulta para ver si se aceptaba una reforma constitucional para un nuevo periodo presidencial, por 51 a 49 por ciento.
La nueva constitución de Bolivia, que entró en vigencia en 2009, creó el Estado Plurinacional, un novedoso cuerpo legal que reconoce 34 naciones preexistentes como integrantes del país, cada una con sus características culturales y su lenguaje. Un modelo que el partido Podemos piensa seriamente para resolver la crisis en Cataluña.
Pero al momento de construir ese nuevo estado, primaron consideraciones del esquema liberal estadounidense. Es así que el artículo 168 establece que “el periodo de mandato de la Presidenta o del Presidente y de la Vicepresidenta o del Vicepresidente del Estado es de cinco años, y pueden ser reelectas o reelectos por una sola vez de manera continua”.
Uno de los problemas que suelen tener los gobiernos populistas en América Latina es que se construyen en torno de personalidades de fuerte raigambre que no pueden ser reemplazados con facilidad. El liderazgo no es transferible.
Lo sabía Hugo Chávez, por eso no definió un sucesor hasta que supo que tenías los días contados. Lo aprendió Nicolás Maduro, que debió enfrentar desde 2013 los peores vendavales sin el poder de convocatoria del fundador de la República Bolivariana.
Chávez había perdido un referéndum de reforma constitucional que entre muchas cosas decretaba que Venezuela sería un estado socialista, pero además reformaba el espinoso tema de la reelección. Fue derrotado en 2007. Dos años más tarde hizo otra consulta que si ganó, en 2009, por eso obtuvo un nuevo período en 2012.
La forma de resolver la contradicción que tomó Rafael Correa -que en su constitución de Montecristi de 2008 también limitó la permanencia de un presidente, aunque luego promovió una reforma en 2014 – fue ungir como sucesor a quien había sido su vicepresidente, Lenin Moreno. Era una manera de garantizar continuidad de un proyecto político. De más está recordar el rumbo que tomó el actual mandatario, la persecución a su mentor y la crisis en que sus medidas envuelven a la sociedad ecuatoriana.
Evo Morales no pudo construir un sucesor para continuar su revolución pacífica. Todos sus logros -nunca antes el país había tenido semejante estabilidad política ni tan alto grado de crecimiento y distribución económica entre toda la población- parecieron quedar opacados por el intento de hace tres años para lograr un nuevo período de gobierno. Las duras experiencias de Venezuela y Ecuador seguramente le hicieron lamentar que en 2009 hayan sido tan políticamente correctos a la hora de limitar los mandatos. Pero ese fue un punto en el que la oposición logró colar una baza ganadora. A tal punto que la insistencia en presentarse a estos comicios fue un punto importante en el debate presidencial.
Porque Morales decidió presentarse a pesar de que la consulta le dio en contra, tras una aprobación del Supremo Tribunal, con el argumento de que nadie debería estar proscripto de someterse a la voluntad popular. Un atajo que sectores de las clases medias que lo venían apoyando rechazan visceralmente.
Por cierto que la limitación de mandatos no representa el summun de la democracia y la permanencia consecutiva no es símbolo de autoritarismo. De hecho, el modelo restrictivo se impuso desde Estados Unidos recién a la muerte de Franklin Delano Roosevelt, en 1945. Había sido reelegido cuatro veces, desde 1932 y había impuesto desde la casa Blanca reformas económicas en la línea del Estado de Bienestar que luego se extendieron por todo el mundo, en un ciclo virtuoso del capitalismo que finalizó en la década de 1970.
Así como Chávez, Correa y Morales son un símbolo del populismo latinoamericano, Roosevelt lo era del populismo norteamericano. Para terminar con la rabia populista, la fórmula conservadora es cambiar de collar cada cuatro u ocho años, no más.
Es cierto, como se defiende Morales, que Ángela Merkel está en el poder, al igual que él, desde 2005 y que su nuevo período culmina en 2021. Pero el sistema parlamentario es diferente. Y allá no se corre a los jefes de estado con la vaina del autoritarismo.
Un dato de este domingo no es tanto si habrá o no un balotaje en diciembre, sino que Morales perdió 20 puntos de apoyo electoral. Y que pase lo que pase no tiene la permanencia ni la paz política aseguradas.
Otro dato es que no parece haber pesado la bonanza que el país vive desde 2005 y los cambios económicos, políticos y sociales alcanzados en Bolivia, sino en una amplia franja de ciudadanos la sensación de que el presidente tiene tintes de autoritarismo. Exacerbados por su cercanía no oculta con Venezuela y Cuba, dos cucos muy utilizados por el aparato mediático y cultural del liberalismo político.
Por otro lado, la doble vara con que se juzga a un gobierno popular es demasiado explícita. La OEA se apuró a protestar por la interrupción del conteo de votos este domingo. No tuvo la misma premura en Honduras cuando misteriosamente se cortó la luz mientras el presidente Juan Orlando Hernández venía perdiendo la relección en enero del año pasado. Una reelección que consiguió tras un aval del Tribunal Constitucional. El golpe de 2009 contra Manuel Zelaya fue “preventivo”. Porque iba a hacer una consulta para reformar la constitución y la oposición decía que se quería perpetuar en el cargo.
Ni qué decir del silencio estruendoso con que hablan de la represión en Chile o en Ecuador.