Tres meses pasaron desde la masacre en Ayacucho. La represión del gobierno de Dina Boluarte en Huamanga, capital de la provincia del sur central del Perú, se cobró diez muertos y 72 heridos el 15 de diciembre. Decenas de personas siguen encarceladas. La cúpula del Frente de Defensa del Pueblo de Ayacucho (FREDEPA), organización histórica campesina y vecinal, fue acusada de terrorismo: siete miembros fueron trasladados entre gallos y madrugadas a Lima, donde están recluidos, enfrentando cargos de terrorismos.
“Nos terruquean. Esta es una dictadura a las órdenes de los empresarios poderosos. Se desnudó un Estado opresor y asesino”, dice Magno Ortega, histórico dirigente del Frenape que, ante el descabezamiento de la organización, asumió la presidencia. Ortega protesta frente al aeropuerto por la visita de ministros de facto: “Hay miedo en Huamanga, porque la represión nos lleva de nuevo a la dictadura, a los miles de muertos que sufrió mi pueblo, pero seguimos marchando, vamos por otra toma de Ayacucho.”
Ante la ausencia estatal, el jesuita Centro Loyola brinda asistencia a heridos y familiares de víctimas de la represión. “Formamos parte del colectivo peruano de Derechos Humanos. La situación de las familias es muy precaria. No pueden enfrentar las curaciones y la rehabilitación por las heridas con balas de plomo. Muchos tienen miedo y no quieren hablar. Son discriminados en hospitales, sólo por salir a protestar”, dice Brehyit Quintanilla, trabajadora social del Loyola.
Voces desde Ayacucho
Al espacio de los jesuitas se acercaron tres familiares. La señora Mariluz Conde León es mamá de Cristian Alex Michoconde, estudiante herido en el diciembre negro. “Bala de plomo en el brazo, entrada y salida. Tres operaciones, platino, tornillos y mucho sufrimiento. Los ministros se ríen de nosotros, dicen que somos terrucos, pero ellos son los que dieron la orden de disparar”, dice Mariluz, humilde repartidora de volantes que ya no sabe cómo conseguir fondos para curar a su hijo. Dispara la señora: “Igualito a los ’90 hacen, matan a los jóvenes los militares en las calles.”
John Henry Mendoza, de 34 años, fue asesinado cerca del aeropuerto. “Ni siquiera había salido a la protesta. Iba a una reunión de trabajo, tenemos una empresa de transportes. Hacemos chocolatada para los niños de bajos recursos, y por eso fue a una reunión. Tenía que ir yo, pero mi hermano me dijo que, por las protestas, prefería ir él, y así terminó, muerto por el plomo de este gobierno asesino de Dina”, dice entre lágrimas la señora Yovana Mendoza. Dos disparos, el segundo para rematarlo, precisa Mendoza sobre el resultado de la necropsia:
“Fue masacre, con armas de fuego, con tanques, con helicópteros, soldados como en la dictadura, hay pruebas y videos. Las autoridades siguen calladas, nadies no ha dicho nada. Los policías y militares asesinos siguen trabajando.” La familia Mendoza quedó a la deriva, John era el sostén del hogar: “Somos muy humildes, mi madre tiene cáncer y mi padre es discapacitado. Se hacía cargo de ellos y de mis hermanos menores. Ahora con su muerte quién nos va a ayudar.”
Karina Marapi tampoco recibió apoyo para curar a su hijo Alex Roly Ávila, estudiante de 19 años herido de bala cerca del cementerio de Huamanga. “Cada familia de su bolsillo pone y estamos luchando con otros familiares con los que estamos agrupados para que el gobierno ayude.” Alex tiene para largo con la rehabilitación. Karina dice que el pueblo ayacuchano vive con miedo: “A que pase otra masacre. A los militares les dieron bonos, por matar y disparar contra el pueblo. La señora Dina y los ministros en Lima dicen que somos terroristas, campesinos minúsculos, pero van a tener que dejar el gobierno. Se les va a acabar y van a tener que pagar por lo que hicieron.”