Son unas elecciones atípicas, se las mire por donde se las mire. En medio de la pandemia, los uruguayos vuelven hoy a las urnas para elegir a los intendentes (gobernadores) y cargos del segundo y tercer nivel de los 19 departamentos del país. Se hacen cuatro meses después de lo constitucionalmente previsto, tras una campaña sucia y violenta como nunca y con un gobierno nacional que con el fin de sacar al progresismo de la administración de Montevideo promovió a sus candidatos gobernando contra la mitad que no lo votó en la doble ronda de octubre/noviembre pasado.
El último de los países progresistas que cayó en manos de la ultraderecha, en medio de la oleada restauradora del conservadurismo, tiene hoy la posibilidad de retomar el camino de las políticas inclusivas. No es que con una simple elección de intendentes se vaya a alterar en uno u otro sentido lo que quedó escrito el año pasado, cuando fue electo Luis Lacalle Pou. Pero, sin dudas, si la alianza multicolor que juntó a toda la derecha para sacar al Frente Amplio del gobierno vota “bien” se consolidará el modelo conservador. Y si hay una remontada del progresismo, eso actuará para generar expectativas de retorno con miras a 2025.
Desde la irrupción del FA, y sobre todo desde el fin de la dictadura (1985), el electorado fue reacomodándose, hasta que hoy está más o menos consolidado con 12 intendencias del Partido Nacional (los blancos de Lacalle, cabeza de la alianza nacida a las apuradas en 2019), seis del FA (los seis departamentos más poblados) y una del Partido Colorado. Para la derecha, la obsesión es Montevideo, la vidriera en la que reside la mitad de los orientales, espejito en el que, según dice la prensa adicta, se miran los argentinos que hipotéticamente estarían haciendo cola para irse al otro lado del río, que se vuelve caprichosamente salado en la otra orilla. Montevideo es el único departamento en el que la alianza exhibe candidato único, la economista blanca Laura Raffo.
Álvaro Villar, Daniel Martínez y Carolina Cosse son los tres postulantes del FA para gobernar Montevideo. Según las encuestas la ingeniera que fuera Ministra de Industria, Energía y Minería durante la presidencia del Pepe Mujica, lograría la mayoría ante Martínez, quien ocupara la intendencia hasta el 2019 cuando renunció para postulares a presidente y perdió ante Luis Lacalle Pou.
Esa razonable obsesión por la capital hizo que el gobierno –los blancos, los colorados y el recién surgido pero numeroso partido militar filo nazi Cabildo Abierto– se haya puesto peligrosamente nervioso y, a más de apañar hechos de violencia física y verbal que estaban fuera de las prácticas electorales uruguayas, recurrió a las tan mentadas redes sociales para ensuciar a personas (hasta los ex presidentes Tabaré Vázquez y José Mujica) e instituciones (organismos humanitarios, el Poder Judicial y la Universidad de la República). Hasta intenta robarle a Montevideo la gestión de la Unidad Agroalimentaria Metropolitana, el mercado concentrador del que salen las frutas y verduras para todo el país.
A seis meses de haber asumido, Lacalle sigue teniendo una imagen positiva interesante, el 57%, pero del 1 de marzo al 15 de setiembre cayó un 8%. Los analistas y las encuestadoras dicen que, dado que la inoperancia del gobierno es tan visible como la Cruz del Sur, ese puntaje se lo ganó gracias a la gestión de la pandemia. En realidad, apuntan, gracias a la responsabilidad con la que la sociedad enfrenta el virus y, sobre todo, porque el gobierno progresista le dejó una estructura sanitaria y un régimen de cuidados que es un modelo. El director de la OMS, Tedros Adhanom, dijo que “el éxito uruguayo ante la pandemia no es un accidente, sino el resultado de tener un robusto sistema de salud”.
En esa actitud de decir sin hacer contra la mitad que no lo votó, Lacalle se desbocó. No sólo se dio el lujo de desautorizar a la OMS, catalogando a la gestión frenteamplista de la salud como un “desastre organizado”. Rompió con todas las tradiciones, violó sistemáticamente el mandato constitucional y usó su imagen y los recursos del Estado para participar en la campaña. Así es que se sacó fotos con varios candidatos en la propia casa presidencial. Fue al este, al progresista Rocha, con un pretexto grotesco (entregar una ambulancia, una sola, al hospital local) y una burda idea (presentar una iniciativa, una iniciativa, para construir un hotel cinco estrellas en algún lugar, algún lugar, de la bellísima costa oceánica).
A Colonia no viajó. Allí, el tres veces intendente blanco Carlos Moreira va por otra vuelta, renunció al partido y mandó a Lacalle cortésmente al diablo. Al también progresista Salto, frente a Entre Ríos, viajó en un helicóptero de la fuerza aérea y se movió internamente en un vehículo del Ministerio de Desarrollo Social (MIDES). Elogió a su pollo por la “buena idea” de repartir algunos alimentos a quienes más lo necesitan (las mismas cajas que llevan los vehículos del MIDES). Tantos despropósitos le salieron caros. Recibió críticas duras del mayor caudillo colorado del interior y del diputado blanco Omar Estévez que, “asqueado por la corrupción”, anunció que no seguirá prestándose a “este juego sucio y el lunes (mañana) renunciaré al partido”.
La democracia participativa de Suiza
Ayer, todo el día, y hoy hasta el mediodía, los suizos están decidiendo en un plebiscito si la Confederación Helvética debe o no comprar 40 aviones caza de combate. Si por razones geográficas o religiosas alguien no podía llegar hasta las mesas, durante la semana previa pudo enviar su voto por correo. No es la primera vez que los suizos debaten a nivel popular sobre cuestiones de la defensa, ni la primera en la que se expresan mediante un referéndum. Como cultores de la democracia directa, desde la última mitad del siglo pasado participan de estas consultas entre tres y cuatro veces al año. Hoy, por ejemplo, habrá cinco, entre ellas una sobre la revocación del acuerdo de libre tránsito de personas en la UE.
Se trata de la compra de una gran flota y una gran inversión –un mínimo de 6400 millones de dólares– para un país pequeño y sin enemigos, y el gobierno no tuvo reparos en acudir a los argumentos más bajos. Según el informe 2020 World Air Forces, del Flight Global, la dotación suiza en uso está compuesta por 46 aviones (la 43° más grande del mundo). Suiza integra el pequeño grupo de países con mayor cantidad de aviones por superficie (41.300 k2). No adhiere a la OTAN, la alianza bélica de 29 países nacida en Occidente y extendida ahora a casi toda la Europa oriental.
Para los opositores –socialistas, verdes, ambientalistas y humanistas– “los nuevos aviones son un capricho de la derecha y un buen negocio para muchos”. Cuando en diciembre el Congreso votó la partida de 6400 millones, el mundo de la aeronáutica militar se sorprendió. Todos menos las cinco empresas que pugnarán para quedarse con el negocio: Boeing y Lockheed Martin (EEUU), Saab (Suecia), Dassault (Francia) y el consorcio europeo Eurofighter. En la campaña por el voto, los del No dijeron que el gobierno minimiza el monto real de la inversión, que sería de 25.600 millones. Los del Sí, dijeron que el rearme es “para garantizar la seguridad, la libertad y la prosperidad de Suiza”. La seguridad del país, digamos, en su sistema bancario: ¿quién osaría tirar un fósforo allí?
Quizás con la cabeza en el sur, en el África donde Europa interviene groseramente, la ministra de Defensa, Viola Amherd, llegó al alarmismo grotesco, al decir que “con los nuevos aviones se protegerá a la población y se garantizará la neutralidad suiza en un momento en el que la situación mundial y europea es incierta y no sabemos qué ocurrirá en los próximos 10 años. Por eso, ante ese panorama, Suiza necesita tener una fuerza aérea poderosa”.
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