Con cierto aire renovador, una corriente de economistas autodenominados «libertarios» seduce especialmente a jóvenes. Construyen un relato romántico, que quiere recuperar un pasado perdido, y acusa de todos los males a un presente por mantener un camino errado desde hace setenta años. Así, con un discurso decimonónico atacan a todo lo que se interponga al albedrío individual.
A su vez, contraponen un relato atractivo, que presenta como quinta economía mundial a una Argentina de principios del siglo XX que, según ellos, estaba basada en la meritocracia y la autonomía mercantil, donde primaba la libertad y el buen criterio de los aristócratas gobernantes de la época. Así, intentan justificar un giro radical que deje al juego de la oferta y la demanda el destino de cada persona convertida mercader. El planteo deviene en argucia cuando se lo analiza críticamente.
Esa Argentina ideal se desvanece en la realidad, porque la matriz explicativa se cae como castillo de naipes cuando se interpela la idea de Argentina potencia. En realidad, ser «Granero del Mundo» fue el triste papel que tuvo el país en el mercado mundial, basado en proveer de alimentos baratos a la burguesía británica, para sostener los salarios bajos y acrecentar su ganancia, en tanto que la oligarquía nacional acumulaba riqueza en un país lleno de pobres.
Y esa desigualdad no fue producto del mérito de la oligarquía terrateniente, sino consecuencia de un esquema de apropiación genocida de tierras, que concentró en manos de menos de un millar de familias, el vasto territorio de una de las principales llanuras del Planeta. Encima no invirtió ni diversificó la economía y se conformó con oler a bosta de vaca, como decía Sarmiento, en vez de liderar una potencia.
Además, es hipócrita sostener que el mercado asignaba óptimamente los recursos y la desigualdad es producto del infortunio individual en el juego del mercado, cuando el modelo agroexportador se nutrió de una oferta de trabajadores en situación de indigencia, que venían ilusionados a “hacerse la América” y terminaban confinados en los gélidos conventillos porteños mendigando por su subsistencia.
Es más, cabe señalar que el precio del salario no era producto del ilusorio equilibrio acordado entre oferentes y demandantes, sino que salía de una negociación extorsiva, dónde los trabajadores vendían, más bien cedían, a punta de pistola de fuerzas policiales, su valor y de no aceptar los deportaban si se manifestaban. Defender eso como una transacción libre entre trabajadores y empresarios, esconde la asimetría entre las partes, por lo que no ganan los mejores, sino los más fuertes.
Encima las leyes protegían a los poderosos, lo que generaba una situación esclavizante que padecía el proletariado argentino y que recrudecía con una República sin Democracia, porque los gobernantes surgían de elecciones fraudulentas y con fuertes restricciones para el ejercicio de la ciudadanía. Y esa es la gran tragedia Argentina, tener una clase dominante con discurso liberal que recurre sistemáticamente a la fuerza para imponer sus intereses.
Sin querer caer en una falacia ad Hominem, es necesario señalar que los principales voceros libertarios son asesores y están auspiciados por esos grupos económicos, siendo el brazo intelectual de ese poder fáctico. Por lo cual, en realidad defienden la libertad monopólica antes que la individual. No comprenden que no hay libertad sin igualdad.
Y no se trata de caer en un ofuscado planteo marxista, sino de comprender la raíz de la utópica robinsonada. Salir del liberalismo utópico y pasar al liberalismo científico, o sea, comprender que no existe sin un pacto que saque a la sociedad del estado de naturaleza y proteja al débil del fuerte, garantizando igualdad para la libertad. Seguir los preceptos de Mariano Moreno, quien decía «si deseamos que los pueblos sean libres, observemos religiosamente el sagrado dogma de la igualdad». La Ciencia Política deja paso a la política».