Las guerras mundiales ya no son lo que eran. No hay Archiduques ensangrentados como en la primera, ni postes fronterizos destruidos como en la segunda. Tampoco hay parlamentos indignados que votan créditos de guerra e imponen ultimátums a cumplirse en horas. O palabras presidenciales, como la de Roosevelt en 1941, para llamar a una sociedad a las armas. Es que las guerras de la modernidad tenían una teatralidad que les era propia, sin la cual no parece que el estado de paz haya sido abandonado. También tenían un final, con la firma de los derrotados en el acta de capitulación. La paz podía ser precaria, como la que resultó del tratado de Versalles en 1919, o podía sembrar esperanzas, como con la creación de las Naciones Unidas en 1945.
Pasan los años, y la posmodernidad nos brindará otras visiones del conflicto bélico. Es el análisis que desarrolla Jean Baudrillard en La guerra del golfo no existió (1991), con referencia al conflicto que enfrentó a occidente contra Irak. Allí señala que el casus belli de Kuwait queda relegado frente a la manifestación del poder puro exhibido y ejercido, cuyo objetivo fue “la reducción consensual del Islam al orden global”, en la perspectiva occidental para “domesticar (no destruir) toda alternativa radical en el nombre de la libertad, democracia, modernidad y Derechos Humanos”. Continúa: “ya no tenemos más ni las ganas ni la necesidad del drama real o de la guerra real. Lo que necesitamos es el sabor afrodisiaco de la multiplicación de lo falso, de la alucinación de la violencia, es que obtengamos de cualquier cosa el goce alucinógeno, que es también el goce, como en la droga, de nuestra indiferencia y de nuestra irresponsabilidad”. “Ya no estamos en una lógica de paso de lo virtual a lo real, pero en una lógica hiperrealista de disuasión de lo real por lo virtual”, concluye.
Pasan los años, y la antimodernidad que transitamos también genera guerras con características novedosas. Nada queda de la modernidad, condenada está por las revoluciones que la originaron y los Estados creados en esos valores. De la posmodernidad queda la reacción imperial frente a cualquier intento multipolar, así como el goce alucinógeno sobre el sufrimiento ajeno, salvo que esta vez no es imaginado sino reproducido al infinito con detalles gracias a la pantalla en palma. Ya no quedan razones políticas para decidir guerras, sino que priman los motivos religiosos así como sobran los intereses económicos. No es que antes esas dimensiones estuviesen ausentes en los conflictos, pero ahora ya no existe más la mediación política, único y último recurso civilizatorio de la paz. La antimodernidad impone la guerra perpetua, donde el genocidio está permitido y hasta alabado.
En ese contexto, el actual régimen que gobierna nuestro país hace todo lo posible para meternos en el conflicto mundial. Incluso el noventismo local -tan posmoderno como posperonista- pasó por el Congreso para mandar naves en ayuda de Kuwait, con las consecuencias ya conocidas. Eso no es más necesario. No sólo por la suma del poder público que ostenta Milei, sino por el conjunto de medidas que marcan el camino a la guerra. Es el abandono de facto de las Malvinas, no sólo en los discursos sino hasta en los mapas; el ingreso a la OTAN como “socio global”; la visita de militares norteamericanos a lo que queda de Fabricaciones Militares (próxima a privatizar), así como los permisos de egreso de tropas argentinas e ingreso de extranjeras. En este último caso hay que recordar que los Estados Unidos exigen la inmunidad jurídica absoluta para las tropas que envíen. También hay un acuerdo con la República Checa, otro tratado camuflado como “memorándum de entendimiento” para evitar el parlamento.
Habida cuenta de la inexistencia de intereses comunes entre Praga y Buenos Aires, sólo podemos interpretar esa articulación como la puerta de entrada de la Argentina en la guerra de Ucrania a través de la provisión de material bélico fabricado en nuestro país. Por último, el 16 de octubre terminó en Mendoza la “XVI Conferencia de Ministros de Defensa de las Américas”, donde Luis Petri recalcó “el coraje de continuar levantando la voz en contra de la invasión perpetrada por Rusia contra Ucrania” así como “el acompañamiento de los países miembros a la hora de reconocer el derecho de Israel a defenderse de los ataques terroristas”. Sorprende el silencio de la dirigencia opositora frente a esta entrada en guerra por goteo de la Argentina, ya que la antimodernidad gobernante precisa de una guerra externa para asegurar el control interno. Ojalá se den cuenta antes de que sea demasiado tarde.