«Ustedes saben: hubo un Alejandro el Liberador y un Iaroslav el Sabio. Nosotros tendremos a Vladímir el Envenenador” dijo Aleksey Navalny el pasado 2 de febrero en una corte de Justicia refiriéndose al presidente Vladímir Putin. El político estaba siendo juzgado luego de que fuera detenido el 17 de enero apenas regresado de Alemania, hacia donde se había dirigido cinco meses atrás para recuperarse de un intento de envenenamiento por parte de los servicios de seguridad rusos que el Kremlin niega. El tribunal lo encontró culpable de incumplir los términos de la libertad condicional que gozaba por una antigua sentencia de fraude y lo condenó a una pena cercana a los tres años de prisión. Pero para muchos se trató de una operación del putinismo para quitarlo del medio.
Navalny, de 44 años, es abogado y una de las mayores figuras de la oposición rusa, especialmente entre el electorado joven. Tiene una fuerte presencia en redes sociales. Su popularidad comenzó hace unos años cuando irrumpió con una serie de denuncias de fuerte impacto emocional sobre la corrupción oficial. De hecho, el 29 de enero pasado publicó una investigación en YouTube en la que mostraba un supuesto palacio de Putin valuado en mil millones de dólares. El video fue visto por más de 100 millones de personas. Su ideología liberal puede combinar la legalización del matrimonio homosexual con un nacionalismo chauvinista. Sin embargo, en el último tiempo su discurso viró hacia la desigualdad social y se convirtió en el líder de una opción inteligente, capaz de aglutinar los votos de todo el arco opositor para desbancar al oficialismo.
Desde la cárcel, Navalny llamó a salir a las calles en su apoyo. La convocatoria fue la mayor en mucho tiempo a pesar de que las marchas no habían sido autorizadas. El gobierno, temeroso, valló el centro de Moscú, cerró estaciones de subte y respondió con una brutal represión, que dejó un saldo de más de diez mil detenidos en todo el país, incluida la esposa de Navalny y otras figuras de la oposición, como Liubov Sobol. Ni la última dirigencia soviética se había animado a tanto. Las autoridades dijeron que era por violar las restricciones sanitarias impuestas por la pandemia. Pero nadie les creyó. El putinismo parece decidido a dejar de lado su apariencia de democracia para dar un abierto salto hacia una dictadura que lo protege de sus enemigos políticos pero que lo aísla de una sociedad cada vez más hastiada por la desigualdad económica y la degradación de la esfera social.
El accionar de Navalny ayudó a crear un significativo espacio político en los últimos años: muchos de los que marcharon por su liberación lo hicieron en verdad para demostrar un descontento generalizado hacia el gobierno. Más allá del destino particular de Navalny, del grado de organización de la oposición para articular demandas y diseminar sus protestas dependerá el futuro de una sociedad más democrática pero también la suerte de un putinismo que decidió cambiar las reglas de juego frente a los desafíos a su poder.