El presidente norteamericano Joe Biden y, hasta ayer, nueve gobernadores republicanos de ultraderecha están lanzados a una histérica competencia para captar el voto fascista con miras a las elecciones de 2024, y en ese trance están provocando un acelerado proceso de militarización de la frontera con México. El pretexto es frenar a las legiones de emigrantes, especialmente centroamericanos, que pretenden ingresar pacíficamente a Estados Unidos, en busca de una «pega» que les permita acceder a un plato de comida.
En una avanzada silenciosa, para la que no hay voces ni medios que amplifiquen el pánico generado en las comunidades latinas, miles de soldados llegan a los puntos críticos, preferentemente en Texas, que desde el golfo de México hasta El Paso tiene una frontera de 2100 kilómetros.
Ante la necesidad de ir reacomodándose en un escenario en el que el expresidente Donald Trump, con su desaforada retórica, es el primer actor, la dirigencia republicana está jugada a probar quién está más a la derecha de quién. En ese tablero, la sobreactuación es la que manda y los líderes estaduales se dirigen al electorado dando por entendido que todos, unos y otros, saben de qué se habla. «Con la crisis fronteriza que enfrenta la nación, todos los estados nos hemos convertido en fronterizos, la patria es una sola», dijo el gobernador de Virginia, Glenn Youngkin, el primero en responder al SOS lanzado por su par texano, Greg Abott, ideólogo de la Operation Lone Star (Operación Estrella Solitaria-OES), anterior aún a la decisión de Biden de mandar al sur a los marines del Pentágono.
El Título 42
La situación se da en un contexto que suma a lo electoral dos aspectos de alto nivel. El primero, la devastadora penetración del fentanilo, una droga sintética que según las autoridades sanitarias llega desde China (vía México) y mata a más de 200 norteamericanos por día. Y el cese del llamado Título 42, una orden dictada durante el gobierno de Trump al inicio de la pandemia de Covid-19 que permitió expulsar ipso facto a los migrantes que no llegaban con un visado especial dado en sus países de origen. Esa fue una de las tantas disposiciones de Trump que Biden mantuvo inalterada hasta el 11 de mayo pasado. Ese día el Título 42 cesó, y con ello volvió el temor a un ingreso masivo de indocumentados. Para evitarlo, Biden apeló al Pentágono y los republicanos a su histórico extremismo.
Si bien desde ese día todos bailaron al son de los cascos de la tropa, éstos fueron acompañados por una retórica amenazante que desnudó, además, que aún entre los parias la administración Biden establece categorías. El secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, precisó que la frontera no se abriría «para nadie, por nada del mundo», y advirtió que quien pretenda entrar a Estados Unidos «conocerá el rigor de la legislación americana (norteamericana) y será expulsado del país». Aclaró sin embargo que para la otra categoría, la que conforman «venezolanos, haitianos, cubanos y nicaragüenses, se mantendrán los permisos especiales y la asistencia humanitaria especial», y que en caso de llegarse al extremo de la deportación, «serán enviados a México, no a los países de su nacionalidad».
La política impulsada por el gobernador de Texas y acompañada por sus pares republicanos establece taxativamente que el despliegue de las tropas de las nueve gobernaciones se hace con la misión específica de brindar apoyo a la Operación Estrella Solitaria y a la guardia estadual de Texas, independiente de la Guardia Nacional enmarcada en el Pentágono. Esa salvedad parece demostrar la existencia de un gobierno paralelo, o al menos la intención de establecerlo. Abott, el ideólogo de la OES, dice que Biden abrió la puerta a la migración y reivindica su plan. Sin embargo, la idea es cuestionada por su enorme costo de miles de millones de dólares y «un resultado tan magro que puede medirse en el decomiso de pequeñas cantidades de marihuana, que nada tienen que ver con la seguridad fronteriza».
Quién es más ultra
En este contexto, los presidenciables republicanos se lanzaron a escena con la necesidad de probar que son más ultra que Trump. El primero de la lista es el gobernador de Florida, Ron DeSantis. En su lanzamiento cantó un lema de campaña sospechosamente similar al del expresidente. «Hagamos nuevamente grande a Estados Unidos», decía Trump. «Nuestro gran regreso estadounidense», dice él. Habló desde un templo pentecostal, donde está el público de extrema derecha del expresidente. Como carnet de presentación explicó el contenido de una ley que entrará en vigencia el 1 de julio y provoca el terror de los migrantes ya radicados en la península. Fija nuevas medidas para la expulsión exprés de indocumentados, penas criminales para quienes transporten a un migrante al estado, anula los servicios sociales básicos y obliga a los hospitales a indagar en la condición migratoria de sus pacientes.
El jueves, después de apelar al mejor discurso propio de la Guerra Fría, Biden repitió que hay que prepararse para «enfrentar» a Rusia y China. No dijo dónde enfrentarlos, pero lo dijo en un cuartel del estado de Colorado, ante 921 cadetes aeronáuticos recién egresados. Cuando en esa feroz campaña para demostrar quién es el más malo entre Trump y él, acabó de predecir el futuro, se dirigió a darles la mano a «mis muchachos», que son la escuadra que librará ese combate que aún no se sabe si es contra el fentanilo, los migrantes o las armas nucleares. Al retirarse de la base, de traje, corbata, gemelos y un ridículo gorrito playero, Biden terminó en el suelo, simbólicamente arrodillado ante los cadetes por culpa de una bolsa de arena que alguien puso donde no debería estar y él se la llevó por delante. «