La descomposición del régimen se tradujo en la pérdida de la influencia internacional y la desaparición del Imperio Español. Desde Cuba y Filipinas hasta Puerto Rico y Guam, el reino iba dejando los últimos jirones de su antiguo esplendor de comenzar el siglo XX en manos de la potencia ascendente, Estados Unidos. Tras los desastres en la guerra de Marruecos, las tropas africanas comenzaron a ser un grupo de presión importante. Siempre una derrota necesita culpables y Primo de Rivera, que había perdido un hermano en la batalla de Annual, encabezó una arremetida contra el poder político, ya bastante desgastado.
En setiembre de 1923 Alfonso XIII convocó Primo de Rivera. El militar, con el grado de Teniente General, desarrolló un gobierno corporativo y se acercó al que por esos mismos años iniciaba Benito Mussolini. De hecho, Alfonso de Borbón viajó a Roma con Primo de Rivera para estrechar lazos entre ambos gobiernos y ambas coronas: en la península itálica regía Víctor Manuel III, que tendría el mismo destino del español, pero esa es otra historia.
La crisis mundial de 1930 arrastraría el leve crecimiento logrado por Primo de Rivera, que terminó renunciando ese año. Alfonso XIII ya no tenía cómo volver el reloj siete años atrás, ya que se habían disuelto todos los organismos institucionales, incluso la Constitución de 1876. Urgía elecciones constitucionales, pero la “dictablanda” del general Dámaso Berenguer no tenía ya poder para eso.
La monarquía había quedado tan ligada a la dictadura que el avance de las fuerzas socialistas y anarquistas daba como resultado un crecimiento irrefrenable de la voluntad republicana. En una sociedad mayoritariamente rural, semifeudal y atrasada como la española, con la miseria instalándose en todos los rincones, era la salida menos explosiva.
En agosto de 1930 se firmó el Pacto de San Sebastián entre las fuerzas republicanas y se elaboró la estrategia para expulsar a los Borbones. Adherían no solo dirigentes políticos -de izquierda a derecha- sino intelectuales de la talla de José Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno. La prueba de fuego para el futuro ibérico eran los comicios municipales del abril.
En las zonas rurales, el voto fue mayoritariamente para los monárquicos, fruto de presiones de los caudillos locales, pero en 41 de las 50 capitales de provincia, y fundamentalmente en los dos grandes distritos, Madrid y Barcelona, los republicanos se impusieron de un modo demoledor. El rey entendió el mensaje, lo mismo que las Fuerzas Armadas y la Iglesia.
El 14 de abril se proclamó la Segunda República Española en medio de la algarabía de la población. Nació un gobierno provisional presidido por Niceto Alcalá-Zamora, un abogado republicano pero más bien conservador que se terminó exiliando y moriría en Buenos Aires en 1949.
En diciembre de 1931 se aprobó la nueva constitución, surgida de las Cortes Constituyentes votadas en junio. Definía a España como una “República de trabajadores de toda clase, que se organizan en régimen de Libertad y de Justicia” y especifica que “los poderes de todos sus órganos emanan del pueblo”. Establece una presidencia y una jefatura de gobierno, a la manera de varias repúblicas europeas actuales.
Al mismo tiempo, declara que el Estado es laico, reconoce el matrimonio civil, el divorcio, da igualdad de derechos a las mujeres, prevé la posibilidad de expropiaciones de latifundios y de nacionalizaciones de empresas e instaura la educación libre y gratuita. En un país donde la mayoría era analfabeta, las Misiones pedagógicas desarrollaron una tarea ímproba, gracias también a la construcción de 27.000 escuelas.
Cada una de estas medidas fue generando enemigos que, en un contexto internacional adverso -el crecimiento del nazismo y el auge de la ultraderecha- generaron las condiciones para una crisis política terminal. Con escasos apoyos externos, la República estaba malherida. El levantamiento de un destacamento del Norte de África encendió una chispa que luego catapultó al general Francisco Franco, con el apoyo de Hitler, Mussolini, la Iglesia Católica. Esa también es otra historia.
Los colores de la República
Si algo identifica a los republicanos españoles es la bandera roja, gualda (amarilla) y morada. De hecho, el color morado -violeta en estos pagos- forma parte de la heráldica del partido Podemos, liderado por Pablo Iglesias, hasta el 31 de marzo vicepresidente segundo del gobierno español. No hay certeza sobre el modo en que el morado simbolizó a la república, lo concreto es que ni bien se proclamó el fin de la monarquía, fue de las primeras muestras del cambio de rumbo de España, y para estos días luce en frentes y balcones de todo el país.
Con el fin de la Guerra Civil, el dictador Franco volvió a la bicolor con dos franjas rojas y una amarilla y el escudo real en el medio. Más adelante, designó a su sucesor: Juan Carlos, el nieto de Alfonso XIII. El monarca abdicó en 2014 en medio de escándalos sexuales. La debacle del Borbón continuó y a mediados del año pasado se exilió tras difundirse que evadió impuestos.
El apoyo ciudadano a la monarquía sigue en baja y según los últimos sondeos, los que quieren dejar todo como está y los que prefieren no tener reyes están casi empatados en 47%, centésimas más o menos. En diciembre pasado, había un 52% de promonárquicos contra 40.8 de republicanos.
Regularmente aparecen debates sobre la necesidad de hacer un referéndum para definir el futuro de las instituciones. La situación catalana, sumada a la crisis económica y el comportamiento de Juan Carlos I y sus hijas, las infantas Cristina y Elena, no son un buen motivo para creer en los reyes.
Por ahora los Borbones la van esquivando, pero nunca se sabe.