Hace un tiempo y en tecnología algo de tiempo es un montón de tiempo tuve la oportunidad de probar un dispositivo ridículo del que entonces se hablaba muchísimo. El aparato en cuestión era del tipo que resulta simpático para las masas, que lo ven más cercano a la ciencia ficción que a las necesidades torpes, incómodas y ciertamente poco sexy de los tecnófilos. Lo llamaron Google Glass, y lejos de ser un par de anteojos era una especie de vincha gris, muy frágil, que se montaba en la nariz y tenía un espolón de plástico transparente cerca de donde estaba el ojo derecho del azorado usuario.
Algún ingeniero trasnochado de Mountain View sofisticación nerd: en el mundo de la tecnología, las grandes empresas llaman a su cuartel general por el nombre de la ciudad que copan: Apple tiene su Cupertino, Microsoft su Redmond, Google su Mountain View; alguna pyme hoy en desgracia estuvo a punto de tener su Tierra del Fuego creyó que un día todos usaríamos uno. Lejos de eso, y como suele ocurrir con los prototipos en el mundo de las automotrices o con las bombas atómicas en los mundos donde Estados Unidos decide ser potencia, el producto no sirvió más que para mostrar el poderío de sus creadores.
Andar con los Google Glass me hizo sentir Terminator, el del Schwarzenegger joven que aparece ¡oh! en pelotas en un bar motoquero, en la primera película de la serie. Iba por la vida mirando cosas y veía sobre ellas una capa de información porque el espolón de plástico transparente era en realidad una pequeñísima pantalla que, puesta a la distancia del ojo en la que estaba, ocupaba buena parte de su campo visual. Y en lugar de decir «search and destroy», informaba, por ejemplo, a qué distancia del Obelisco estábamos en Corrientes al 1700, o cómo se llamaba en realidad la fuente de la Costanera Sur que el porteño promedio llama, simplemente, «de Lola Mora».
De una forma brutal y futurísticamente torpe, aquella primera versión de los Google Glass estaba sentando las bases de lo que hoy nos empezamos a animar a llamar realidad aumentada.
Un nombre solemne para describir el próximo paso en la convergencia de medios y dispositivos tecnológicos que buscará una vez más lograr lo que ni siquiera el GPS logró: evitar que interactuemos con otros terrícolas. «