Mi viaje comienza en Buenos Aires, un domingo soleado de finales de verano. Estoy volviendo a Italia para una gira de presentaciones de mi último libro y para visitar a mis familiares. Este viaje comienza con lejanas noticias de la difusión en Europa de un virus con origen en China y, a medida que me voy acercando a la fecha del embarque, con rumores cada vez más graves acerca de los efectos y de las muertes causadas por el COVID-19.
Esta nota reúne mis observaciones y mi experiencia parcial, fragmentaria y subjetiva sobre las últimas tres semanas de viaje. Desde el principio, tuve la impresión de estar en una película de la commedia all’italiana, en una de esas historias de miseria y oportunismo en las cuales los hombres y mujeres comunes intentan sobrevivir a acontecimientos extraordinarios.
Desde una mediana ciudad del Sur de Italia (Lecce), pude observar el desarrollo de una crisis que, mientras estoy escribiendo estas palabras, estamos lejos de ver resuelta. En Italia, las primeras medidas tomadas por el gobierno de Conte tuvieron como objetivo aislar los brotes de coronavirus en la provincia de Lombardía y de tranquilizar a la población. Cuando el 9 de marzo, con casi 9000 contagiados y 600 muertos (actualmente son 12.462 y 827) las autoridades se dieron cuenta de la gravedad de la situación y el Poder Ejecutivo dictó un inédito estado de sitio que entró en vigencia a partir de las 0 horas del día 10.
Para mi generación, los nacidos en la mitad de la década del 80, así como para aquella de mis padres, no existen momentos de la historia reciente del país con los cuales se pueda comparar la evolución de estos hechos. Una primera medida inesperada fue, a finales de febrero, la suspensión de las clases en las universidades del Véneto y de la Lombardía. Esta decisión, necesaria para limitar los contagios, me remitió a los relatos de mi abuela acerca de la Segunda Guerra Mundial. Ella, en Nápoles, cursó dos materias durante los bombardeos de los Aliados sobre la ciudad durante la ocupación nazi. En aquel entonces, escuelas, universidades, cines y cafés fueron los únicos lugares en los cuales se intentó preservar una normalidad alterada por la guerra. Es fácil pensar, pues, que las drásticas medidas tomadas no tienen paragón en la historia italiana y europea, desde que la fiebre española dejó cerca de 50 millones de muertos en 1920.
El coronavirus está poniendo límites a la ilusión de que nuestra sociedad occidental y tecnológica fuera definitivamente al reparo de grandes eventos traumáticos como guerras, pestilencias e inestabilidad. Sobre todo, lo que se está poniendo en crisis es la convicción de que el sujeto neoliberal autónomo respecto de la sociedad tiene el completo control sobre su vida, gracias a los resultados de las ciencias médicas y de la inteligencia artificial. En menos de una semana, esa conciencia falaz sucumbió, dejando a los individuos, víctimas de su propia irracionalidad, en un estado de impotencia.
La evidencia de esta realidad está contenida en una serie de imágenes que quedaron grabadas en mi memoria: el asalto a las farmacias en busca de barbijos, alcohol en gel y desinfectantes, las colas para ir al supermercado y, por último, en las máscaras de papel utilizadas por los trabajadores del mismo (ineficaces contra el virus, pero pintorescas como obras de bricolage). El otro aspecto humano de esta historia está caracterizado por la proliferación de cuentos, mitos y especulaciones que las personas están alimentando, en la búsqueda de “el” motivo del contagio: “han sido los chinos”, “¡no! Son los alemanes”.
Comencé el viaje de regreso a Buenos Aires el 7 de marzo. El clima de creciente preocupación se podía leer en las caras de los viajeros, y por una poco usual predisposición a intercambiar opiniones y palabras acerca del inesperado estado de excepción entre desconocidos. Mi itinerario preveía una espera de aproximadamente 8 horas en el aeropuerto de Roma, Fiumicino, durante las cuales fui testigo de una escena insólita: el principal aeropuerto italiano, uno de los más grandes en Europa, se encontraba desierto, silencioso, sin colas. Sobre la incredulidad por asistir a ese espectáculo, reinaban los espacios vacíos, las interminables filas de asientos, el color rojo que marcaba como “cancelados” cantidades de vuelos por falta de viajeros. En ese escenario surreal, pulcro, entrevisté a algunos trabajadores de un bar que expresaban la preocupación por sus lugares de trabajo. Alberto, que trabaja hace 14 años allí como mozo, me comentó que “muchos fueron obligados a tomarse estos días como si fueran vacaciones”. El día siguiente, las autoridades decidieron cerrar una parte de la terminal 3 y pedir la cassa integrazione, una caja integrativa del sueldo, para compensar la caída del tránsito en los aeropuertos, que se estima que alcanzará entre el 50 y 70% este mes.
Al acercarme al mostrador de Aerolíneas Argentinas, comencé a escuchar viajeros argentinos a la espera del embarque. El clásico desfile de clasemedistas que exhiben con orgullo los recuerdos de Venecia, Milán o de la costa amalfitana, con las bolsas repletas de ropa, es sustituido por la ostentación de barbijos, guantes, higienizantes de todo tipo y marca. Viajar en época de coronavirus modifica las modas y, dependiendo del bolsillo o la viveza de las personas, define los nuevos objetos de deseo colectivo: si ayer nos moríamos por el último iPhone, hoy lo cambiaríamos por un barbijo, por una gota de desinfectante. En el avión, semi-vacío, frente a una tripulación que disimula la tensión, una vecina y yo observamos con cierta envidia a la familia porteña armada de todo dispositivo anti-contagio. En el pasillo, se ve una sucesión de familias y viajeros que improvisan medidas de emergencia contra al virus. Hay quien utiliza una bufanda como barbijo; otro que se envuelve desesperadamente en un pulóver.
Mientras que el avión sobrevuela Brasil, comenzamos a completar la auto-declaración en la cual el gobierno nos solicita informaciones sobre nuestros desplazamientos en los últimos 14 días. La llegada a Ezeiza es normal: no se nos somete a ningún tipo de test ni se nos toma la fiebre. Sin embargo, el personal del aeropuerto nos aguarda con trajes protectores para retirar las declaraciones. Luego de los controles migratorios, podemos seguir nuestro camino, sin ninguna advertencia.
El mismo día, 8 de marzo, horas más tarde, aterriza una amiga italiana en un vuelo con escala en Madrid. A ella tampoco le hicieron ningún control, y ni siquiera le solicitaron firmar la auto-declaración. A partir del 9, nuestra amiga, mi pareja y yo, nos encontramos en auto-cuarentena en nuestro departamento en Villa Crespo.
*Camillo Robertini es doctor en Historia, becario del Conicet en el Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires.