El jefe de Gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, junto con su ministro de Seguridad, Martín Ocampo, presentaron durante los últimos días de diciembre lo que llamaron el primer Mapa del Delito, «con datos actualizados que permitirán relevar la dinámica criminal en los diferentes barrios y su evolución mensual» y, de paso, acabar con el «apagón estadístico» de los últimos años.
En esta primera versión, aclararon los funcionarios, fueron incluidos sólo los hechos registrados como de «mayor impacto en la vida de las personas» (homicidios dolosos, homicidios y lesiones por siniestros viales) y los de «mayor ocurrencia» (robos y hurtos, sin considerar los que fueron calificados preliminarmente como tentativas o frustrados por la fuerza policial).
Pero pese a los argumentos oficiales, vecinos y organizaciones sociales critican que, convenientemente, fueron «invisibilizados» aquellos delitos que gozan de protección policial o que, por acción u omisión, dejan «mal parado» al Gobierno de la Ciudad.
«Este depurado Mapa del Delito omite cualquier búnker, kiosco, bar, pool o boliche donde se venda cocaína, pasta base, éxtasis o marihuana a lo largo de todos los barrios de la Ciudad. Además, es llamativo que no deje constancias, por citar un caso muy evidente, de los miles de sumarios policiales iniciados sobre el narcotráfico instalado en la villa del Bajo Flores, donde todos los años se producen allanamientos y decenas de causas penales», se lee en el comunicado difundido por la organización La Alameda luego del anuncio de Rodríguez Larreta y Ocampo ante la prensa.
Respecto de esas omisiones, desde el gobierno sostienen que no incluye los puntos de venta de drogas para «evitar entorpecer las investigaciones» de la justicia federal. Idéntico argumento usa para los delitos sexuales. «Es para evitar identificar el domicilio del hecho, que suele coincidir con el de la víctima».
Aun peor que esa escueta explicación es el silencio con respecto a la trata con fines sexuales y los prostíbulos. En octubre pasado, Tiempo publicó una nota denunciando los más de 500 prostíbulos que seguían funcionando en la Ciudad, pese a que ya había pasado un año de la sanción de la Ley 5639 que modificó el Código de Habilitaciones y Verificaciones derogando la figura de las «alternadoras», que es la manera que tienen los tratantes de encubrir como empleadas a las mujeres que son explotadas sexualmente en locales nocturnos «Clase A», identificados como whiskerías, cabarets, bares o boliches.
En la lista de delitos «borrados» también se encuentran los desarmaderos de autos, las denuncias sobre «trapitos», el juego clandestino y los talleres textiles que se sostienen con trabajo esclavo.
Zonas liberadas
Este jueves, Larreta y Ocampo volvieron a mostrarse juntos para anunciar «el nuevo despliegue territorial de la Policía de la Ciudad» como parte del Sistema Integral de Seguridad Pública, por el cual «se asignarán las paradas policiales en base a criterios de densidad y circulación de la población, incidencia del mapa del delito y objetivos específicos de seguridad». Sin embargo, este «despliegue» novedoso no es otra cosa que el viejo modelo de saturación policial que, en palabras de los especialistas, sólo sirve para mostrar que las autoridades «se están ocupando», aunque nunca se logre la disminución del delito. Pero no es el único «vicio» enquistado. Para La Alameda, «los jefes policiales saben que este mapa fue depurado de los delitos que generan recaudación para ellos mismos y para funcionarios de los tres poderes del Estado».
El 25 de abril del año pasado, el por entonces primer y flamante jefe de la Policía de la Ciudad, José Pedro Potocar, quedó detenido (sólo obtuvo la excarcelación 100 días después con el pago de una fianza) cuando se presentó a declarar ante el juez Ricardo Farías en la causa en la que se lo acusa de ser el jefe u organizador de una asociación ilícita que le cobraba coimas a comerciantes y «trapitos» de Núñez y Saavedra.
El 30 de septiembre pasado, en la previa del partido de Los Pumas contra los All Blacks en el estadio de Vélez, los vecinos filmaron a los «trapitos» ubicando autos sobre la plazoleta Ceferino Namuncurá, a escasos 30 metros de la Comisaría 44ª. La impunidad para cobrar el espacio público se explica porque el jefe de la Comuna 10 es Daniel «El Tano» D’Ipollito, histórico barra de Vélez que supo hacer campaña con Rodríguez Larreta. Todo tiene más sentido al conocer que el actual jefe de seguridad del Fortín de Liniers es Eduardo Capuchetti, casualmente, excomisario de la 44ª.
Una tarde en «la Siberia», donde los policías nunca alcanzan
La mujer prácticamente le arrebata el micrófono a Juan Pablo Arenaza, subsecretario de Vinculación Ciudadana del Ministerio de Seguridad y Justicia porteño, agita su bastón y grita: «¡La Siberia dijo basta! ¿Usted sabe qué es la Siberia?». El funcionario se excusa, dice que es de Pacífico, y se gana la reprobación de unos 200 vecinos de ese rincón de Villa Urquiza, casi todos mayores de 65 años, reunidos en la «milonga» del club Sin Rumbo para conocer cómo funciona el Mapa del Delito, desilusionados por la ausencia del ministro Ocampo y sobrecogidos por la muerte, dos días antes, de Mauro Díaz, de 36, baleado en medio de un tiroteo entre policías y ladrones. La vecina reclama mayor presencia policial y exige que venga Gendarmería: «Les damos hasta el domingo a la noche para que empiecen a patrullar, y si no, la Siberia se levanta». La aplauden.
Los vecinos hablan de la «ausencia total» de policía, en un barrio donde, en realidad, los efectivos de a pie y las luces de LED azul de los patrulleros de la Policía de la Ciudad parecen omnipresentes día y noche. La cantidad de hombres no sería el problema, sino dónde, cuándo y cómo actúan o dejan de hacerlo. Un comerciante de Núñez y Zado, donde murió Díaz, toma la palabra y dice: «Nuestro barrio era muy tranquilo, pero ahora explotó». Arenaza promete una próxima reunión de Ocampo con los comerciantes. Arrecian los reclamos de más retenes en los accesos desde la Provincia, más controles de alcoholemia, quejas contra los cartoneros, los pibes que se meten en las plazas ya enrejadas y contra todo lo que huela a pobre. Aún no se sabe si la bala que mató al vecino salió del arma de uno de los tres delincuentes que, tras evadir con un Citroën C4 robado un control en General Paz y Constituyentes, huyeron en su Fiat Uno, o si partió de los policías que los perseguían y que de hecho mataron a un ladrón.
Hasta que otra vecina, Rita, habla de un tipo de delito que no está en el mapa. Dice que tiene miedo de denunciar una casa donde venden droga, a una cuadra de la comisaría, que le cuesta creer que no tenga protección policial. Arenaza la invita a hacer la denuncia en el Ministerio. Un instante después, un solícito joven de camisa celeste (son como 12) se acerca a tomarle los datos a la señora. Otro vecino, Luis, señala lo obvio: que estos delitos «fáciles de denunciar», robos y hurtos, son los subproductos del crimen organizado, del narco y la trata, ausentes en el mapa. Se pregunta por qué. Le explican que es «para no entorpecer la investigación de la justicia federal». Vuelve a preguntarse: ¿no será el barrio una «zona liberada»? Ahora todos gritan, pero del laberinto de inseguridad de este barrio como tantos, casi nadie pretende salir por arriba: la invariable respuesta es el pedido y la promesa de mayor presencia policial. Y Arenaza regresa rápidamente a los argumentos habituales: muestra en el mapa que la incidencia de tal o cual delito coincide con esta o aquella villa, y de paso promete un inventario de casas tomadas, «para ver dónde hay conflictividad». Los vecinos se retiran en paz.