Durante las últimas semanas el juicio llevado a cabo por el crimen cometido contra Fernando ha atravesado la realidad social y nuestras vidas. Hemos manifestado por diversas vertientes la conmoción y la enorme congoja que nos provocó su tortura.
Nos indignamos contemplando las actitudes de los acusados. Advertimos la calaña aterradora del hecho a través del pacto grupal. Y su concilio traslució en la actitud impávida, la rigidez de sus espaldas, la inclemencia de los silencios y el escarnio de sus muecas. Sus miradas glaciales frente al tribunal apalearon día tras día las pupilas de quienes observamos el desarrollo del proceso.
El impacto general del suceso exige ahondar en su abordaje. Sería oportuno poner el acento no solo en el aspecto jurídico sino también humano del caso y enhebrar la mirada desde una perspectiva tanto individual como colectiva.
La justicia será quien determine finalmente la presencia de alevosía, premeditación y demás circunstancias del hecho. Mi condición de abogada me permite entender que existen lineamientos dentro de los cuales los jueces deben encuadrar su tarea. Sin perjuicio del fallo y desde una mirada en tanto terapeuta, la furia es sin dudas el común denominador que constituye a los acusados y estaba hambrienta de muerte. Una muerte sin nombre que en forma de manada se envalentonó. La muerte se llamó Fernando.
Este ataque absurdo necesitó servirse, indefectiblemente, de personas emocionalmente endurecidas, indiferentes a la ferocidad de sus actos y capaces de tolerar el padecimiento ajeno. El intento por “comprender” el accionar quizás no necesite una compleja hipótesis psicológica, la suposición de una maldad innata, o el mero descrédito de un deporte para definir la “rudeza”.
El salvajismo expuesto en el modus operandi puede traducirse como “efecto” de un sufrimiento atroz padecido particularmente en la infancia. Por consiguiente y para abarcar el circuito de esta violencia brutal resultará necesario incluir el escenario de la niñez. Solo el presupuesto de un dolor insondable puede arrojar ríos de lava cuyo flujo arrastre semejante caudal de humillación, violencia y cobardía, viabilizadas bajo las costumbres del rugby. La crueldad del acto cometido se corresponde, sin dudas, con la magnitud del daño sufrido en un tiempo donde resultaba imprescindible recibir amor, mirada, cuidado, presencia. Me refiero a la infancia.
No obstante, resulta asombroso que hayamos mencionado tan sutilmente a los padres. Como si ellos estuviesen protegidos o eximidos de responsabilidad. Puesto que el odio derramado solo puede gestarse a partir de una enorme dosis de rabia contenida Que no es actual. Y sin dudas es el testigo más elocuente de la injusticia, la desolación y el maltrato acontecidos en la niñez, que aún se agita en el interior de todos y cada uno de ellos.
Demasiadas personas provenimos de infancias difíciles y tal circunstancia no es presupuesto de la barbarie. Sin embargo, la bestialidad en el accionar evidencia que el horror ha acontecido en la niñez de cada uno de los implicados. Y la “necesidad de venganza” tal vez haya encontrado en la persona de Fernando, un propulsor. Y en su desamparo un riel por donde cursar la furia encarcelada en las almas de los agresores.
En pocos días conoceremos el alcance de la sentencia. Muchos lo estiman como único camino posible para realizar “justicia”. Quizás, la muerte de Fernando y su dolorosa circunstancia pueda oírse como una súplica -hasta ahora inaudible- que nos confronte con la necesidad de reconocer la violencia que nos habita. La violencia agresiva y también la invisible, esa del desamor, abandono y desamparo. Tanto su gestación- ligada indefectiblemente a nuestra niñez- como la fuerza encolerizada y centrífuga de su alcance.
Quizás la muerte de Fernando sea una oportunidad para revisar nuestros propios escenarios. Y reconocer las respuestas que en función de nuestras limitaciones podemos ofrecer como adultos, padres o no, a las infancias y adolescencias que nos rodean.
Quizás la muerte de Fernando nos obligue a enfatizar en el superior interés de los niños, niñas y adolescentes como un principio que no se encapsule tan solo en su enunciado. La sentencia va a determinar las circunstancias del hecho y la responsabilidad de los acusados.
Ojalá el eco de tanto pesar siga resonando en cada uno de nosotros y ayude a desnudar la debilidad escondida bajo el sello de las alianzas que conformamos y nos empoderan. Y el miedo con el que disfrazado de coz lastimamos a diario.
Ojalá los golpes de Fernando nos sigan doliendo, su silencio nos siga interpelando y su sangre sea un pacto hacia la búsqueda de una mejor versión de nuestro ser humano.