Me resulta muy difícil pensar en un momento de mi vida que esté totalmente disociado de la música. Por eso, si me preguntan por un verano único, me quedo con el del ’86. Yo venía de un período de mucho punk, en el que se dormía de día y se vivía de noche. Pero aquel verano, Los Fabulosos Cadillacs la pasamos en la casa de Mar del Plata de los padres de Mario Siperman, el tecladista. No fue un encuentro casual. De hecho, fue un período de más o menos un mes y medio en el que nos concentramos como pocas veces para redondear lo que finalmente fue Bares y Fondas, nuestro primer álbum. No se trató simplemente de hacer un disco. Fue encontrarle una identidad a la banda y casi un modus operandi: los Cadillacs empezamos a atravesar múltiples géneros y nunca dejamos de intentarlo. La mayoría de los temas eran de Flavio Cianciarullo y de Vicentico, pero trabajamos con tantas ganas y compromiso que todos sentimos esas canciones como propias.
Durante esas vacaciones, que no fueron tales, terminamos de pulverizar aquello de que éramos algo así como los Madness argentinos. Me acuerdo que escuchábamos mucho The Style Council, pero también empezamos a escucharnos mucho más entre nosotros, y encontramos una forma de expresarnos y un sonido. Nuestra falta de purismos nos permitió dar con un estilo y una actitud que nos representaba entonces y nos sigue representando.