A muchos Diego Armando Maradona les vendió boletos para pasear en el tren de la alegría. A mí también.
Ahora que abandonó su cuerpo terrenal, andan diciendo que “nació el mito”. Se equivocan. El mito ya había encarnado en Él cuando piso por primera vez el verde césped. Hay mitos instantáneos. Hay predestinados y elegidos a los que habita una energía superior que los impulsa a la gloria. Una vez entrevisté a otro mito llamado René Orlando Houseman y recuerdo que en un momento le pregunté cuándo se había dado cuenta que iba a ser un crack, un gran jugador, y, sin dudar un instante, me respondió: “siempre lo supe”. Los mitos saben que son mitos.
Maradona nos hacía bailar a su compás, nos hechizaba como el flautista de Hamelin hasta sumirnos en un sueño hermoso del que nunca quisiéramos despertar.
“Si Dios no existe, sería necesario inventarlo”, dicen que decía Voltaire. Y los argentinos inventamos al Diego, un dios jocundo en el fango semántico.
El domingo 22 de junio de 1986 Argentina dirimía con Inglaterra el pase a semifinales en el Mundial de México. Aquel día, el partido lo miré solo, en la cocina de mi casa de La Boca. Recuerdo que el televisor era chiquito, blanco, de 14 pulgadas. La mano del dios jocundo se había anticipado al puño del arquero inglés Peter Shilton y entonces nos pusimos en ventaja. Grité el gol, pero todavía faltaba mucho. Unos pocos minutos después, el dios jocundo realiza su mayor milagro en el planeta Tierra, el mejor gol de todos los mundiales, la octava maravilla, el sol definitivo. Me agarró una especie de desesperación, se me hizo un nudo en la garganta, agarré las llaves y salí como disparado hacia la calle.
Necesitaba abrazarme con alguien, con el primer mortal que se me cruzase en el camino. Escuché alaridos de gol, aullidos de Ginsberg, gritos primales que salían por las ventanas de las casas en aquella siesta que el barrio no durmió. Y de pronto me percato de un sonido peculiar que conocía muy bien porque mi padre era marinero: las sirenas de todos los barcos anclados en la ribera estaban sonando al unísono, festejando el gol argentino, no paraban de sonar, todavía resuena en mí ese ulular que se prolonga en la eternidad de aquel instante supremo. Corrí hasta la esquina, con los brazos levantados, alborozado, y me abracé con el dios jocundo porque dios es omnipresente, omnipresente y omnipotente, está en todos los lugares y en todos los momentos. Por eso nos abrazamos con el dios jocundo en la esquina de Lamadrid y Almirante Brown, porque Él estaba en el estadio Azteca y también podía estar en La Boca, al mismo tiempo, abrazándome a mí y a Burruchaga. Le humedecí la casaca azulina con mis lágrimas y volví a casa para seguir mirando el partido.
El dios jocundo había encarnado en el cuerpo de un muchacho de Fiorito y hace unos días abandonó su forma humana. Ahora está aquí, al lado mío, mirándome escribir estas líneas que lo evocan, porque está en todos los lugares y en todos los momentos. Y vayan estas lágrimas que me caen hoy por la mejilla, en homenaje a todas las proezas del dios jocundo, por todas las estaciones del tren de la alegría, por las patrias de la felicidad que nos legó, generosamente. Seguirá siendo locomotora de los sueños imposibles, invención, milagroso protector del pueblo argentino, alegría y belleza. Dios jocundo.